Al despertar, me sentí sobrecogido por un silencio pesado, gravitante, eléctrico. Afuera, la nieve había dejado de caer. Qué raro, me dije, aquí siempre nieva. Los gruesos cristales de las ventanas, desnudos, me ofrecían una noche apacible, iluminada por la luz de las estrellas.
Aún embargado por esta extraña atmósfera, cogí mis zapatillas y bajé a tomarme una cálida taza de leche. De camino a la cocina, los pasillos, pintados de divertidos colores, iban acercándome poco a poco a la vigilia. Por las puertas de las habitaciones, abiertas y de formas caprichosas, podía ver cómo todos aún estaban durmiendo y me reía para mis adentros al escuchar los diferentes soniquetes que proferían los soñadores.
Después de esto, atravesé el taller y, de un vistazo, pude comprobar que ya casi todas las tareas estaban prácticamente ultimadas. Ya en el gran salón, las estrellas que iluminaban las paredes parecían tan vivas como las que caían sobre la gran cúpula de cristal.
Por fin, mis zapatillas con forma de reno tocaron el frío suelo de la cocina, y, al poco, una taza de leche casi hirviendo esperaba humeante en mi mano. Con cuidado de no llenarme la barba, iba bebiendo de ella a pequeños sorbos, y, entretanto, sentado sobre las maderas de las largas mesas del gran comedor, me preguntaba qué estaría ocurriendo ahí fuera.
Seguramente, me dije con voz interior, la humanidad está esperándonos unida en una armonía grande y bella, guiada por un sensato equilibrio, lista para expandir con gran generosidad todo su amor para que así este pueda perdurar todo el año.
Seguido a este pensamiento, una idea loca pasó como una estrella fugaz por mi cabeza: ¿por qué no? Dije en alto, nunca es tarde para una primera vez.
Sin darle más vueltas, decidido y con gran ánimo, bajé a los establos a toda prisa. Allí desperté, no sin cierto pesar, a mis queridos amigos (a lo que nunca podría llamar animales). Me agaché y comprobé que el carruaje estaba en perfecto estado para poder deslizarnos sobre la nieve en el caso de que fuera necesario. Con cariño, les coloqué sus respectivos enganches, y, feliz por la aventura que asomaba ante mis ojos, abrí la gran puerta de la cochera de par en par. El aire frío invadió todo el recinto y una gran bocanada de vapor salió de mi boca. Rápidamente, me subí al carro y ondeando las riendas grité con entusiasmo: ¡Hia! ¡Hia!
La ausencia de vientos hacía agradable la travesía. Fría, eso sí, pero a esto ya estaba más que acostumbrado. Además, no estaría fuera mucho tiempo; había cogido el camino del sur y cualquiera de sus pueblos me valdría: ¡total! pensé si tan sólo se trata de satisfacer esta pequeña curiosidad…! Volví a mirar mi aspecto y les dije riendo a mis amigos que volaban sin descanso: seguro que de esta guisa, nadie me reconocerá.
Pronto, el primer pueblo salió a mi encuentro y reorienté el carro para poder adentrarme en él. Una vez ya sobre la nieve, me dirigí a la plaza del pueblo. Allí, muy de soslayo, le eché una miradita al periódico de un puesto y pude comprobar que aún estábamos a noviembre, perfecto, me dije.
Pasó el tiempo y yo deambulaba por el pueblo sin perder detalle. A última hora ya, no podía parar de mirar el reloj, tan insoportable se me estaba haciendo mi estancia allí. Cuando la torre de la iglesia voceó doce campanadas, cogí mi carro y me marché de allí en un santiamén, sintiendo grandes deseos de no volver nunca más.
Regresaba, pues, a mi hogar, pensativo, desconcertado, sin dar crédito aún a todo lo que habían visto mis ojos y escuchado mis oídos; trataba de darle un significado a toda aquella experiencia, pero estaba tan decepcionado con la humanidad…
De vuelta a mi dulce y cálida morada, no quise despertar a nadie y, sin más, me metí en la cama y quise dormirme para así poder olvidar.
Ingenuo de mí. Poco a poco, los felices sueños de siempre, repletos de grandes y emocionantes aventuras, fueron tornándose en pesadillas horribles, donde me asaltaban las imágenes vividas durante el día, de las que trataba de escapar despertándome una y otra vez.
Y, fue así, inmerso en estos delirios, como transcurrieron los meses de noviembre y diciembre, hasta que, finalmente, llegó el gran día.
Ilusionado, nervioso, con cierto miedo tal vez, me apresuré a despertar a todos mis compañeros y, al cabo de un rato, ya estábamos todos, como todos los años, reunidos en el gran comedor para desayunar, charlando animadamente. Luego, vendría el reparto, pero antes de esto, decidí que ellos debían escuchar la verdad de lo que sucedía allí afuera, por muy inconcebible que esta verdad fuese para ellos.
Aunque estaba determinado a hablar, no sabía por dónde empezar. Todos me miraban en silencio, expectantes; yo titubeé un poco y, sin planearlo mucho, de forma inconsciente, la primera palabra que me vino a la boca fue MENTIRA.
—La Navidad es una mentira —proseguí.
Los duendes se quedaron atónitos. Yo traté de explicarme mejor y les conté que allí afuera no se hablaba de paz ni de amor salvo en Navidad. Que no se pensaba en realizar buenas acciones y en cambiar para mejor salvo en Navidad. Que solo se pensaba en la familia en Navidad y que el resto del año todos se ocupaban de ganar dinero y poco más.
Superadas las dubitaciones de los primeros segundos, mi discurso cogió carrerilla:
—Los humanos —les dije— han creado un mundo bajo el lema “tanto tienes, tanto vales” y lo peor es que este lema es aceptado incluso por aquellos que no tienen nada. Todos están como dormidos, creen que su falta de felicidad es tan natural como la lluvia o la nieve que cae del cielo y, como tal, no hacen nada para remediarla. Se resignan. Ignoran que con tan solo la voluntad de esos pocos que viven de la avaricia se acabarían todas sus necesidades, se paralizarían las guerras y ni un solo niño más moriría por falta de alimento. Dicen que no hay trabajo por ninguna parte, y yo no comprendo cómo es posible que no haya trabajo si el mundo es precario, feo y la gente está tan necesitada de ayuda.
Los duendes seguían en silencio. Muchos de ellos habían apartado el plato de la comida, otros se pusieron tristes, y, algunos negaban con la cabeza, sin aceptar lo que yo estaba diciendo. Aún así, continué explicándoles lo que yo había visto:
—Unos pocos poderosos estrangulan a los demás con el invento del dinero y que, a estas alturas, nadie sabe ya de dónde sale ni a dónde va, pero la fe de todos en él es inamovible. Los que tienen mucho se aprovechan de esto e incluso culpan a los que no tienen de su desgracia. Los multan por ser pobres y les cobran si quieren mantener la salud, si quieren recibir educación e incluso por la energía que reciben… ¡como si ellos fueran los dueños de lo que a todos pertenece! La Navidad es tan efímera como sus adornos. La han convertido en una patraña.
Ni yo mismo podía soportar el sentimiento de decepción que veía reflejado en sus caras. Había llegado el momento de compartir con ellos una tenue, pero prometedora esperanza:
—Sin embargo, a pesar de lo difícil que a muchos les resulta sobrevivir, paradójicamente, es en los desposeídos donde he observado los últimos restos de humanidad; los que menos tienen son más capaces de dar sin esperar nada a cambio. Esto me ha animado. Una idea ronda por mi cabeza. No todo está perdido. Este año voy a llevarle también un regalo a los adultos. Cuento con vosotros, necesitaré de vuestra mágica sabiduría.
Los duendes esperaban ansiosos a que yo les desvelara de qué regalo se trataba.
—Una llave, —les dije.
—¿Una llave? —Me preguntaron extrañados.
—¡Sí! ¡Una llave! ¡Ho! ¡Ho! ¡Ho! Una llave que abra sus corazones y con la que podrán encontrar la honradez perdida consigo mismos y con los demás. Con esta llave del amor, sus corazones se abrirán a la verdad, ya no podrán mentirse a sí mismos, y, por ende, ya no tendrán la necesidad de engañar a los demás. La Navidad debe recuperar su antiguo significado, la mística del amor, solo así estos seres volverán a ser humanos y despertarán de esta pesadilla.