Desde un punto de vista humano, lo perfecto en una sociedad sería que supiese defender los intereses generales y, al mismo tiempo, comprender lo individual; que diera a individuo las ventajas del trabajo en común y la libertad más absoluta; que multiplicara su labor y le permitiera el aislamiento. Esto sería lo equitativo y lo bueno.
Nuestra sociedad no sabe hacer ninguna de estas dos cosas y defiende lo particular contra lo general, porque tiene como norma práctica la injusticia y el privilegio, no comprende lo individual porque lo individual constituye la originalidad, y la originalidad es siempre un elemento perturbador y revolucionario.
Una democracia refinada sería la que, prescindiendo de los azares del nacimiento, igualara en lo posible los medios de ganar, de aprender y hasta de vivir, y dejara en libertad las inteligencias, las voluntades y las conciencias para que se destacaran unas sobre otras. La democracia moderna, por el contrario, tiende a aplanar los espíritus e impedir el predominio de las capacidades, esfumándolo todo en una ambiente de vulgaridad. En cambio, ayuda a destacarse unos intereses sobre otros.
Gran parte de la antipatía colectiva por lo individual procede del miedo. Sobre todo en nuestros países del sur, las individualidades fuertes han sido inquietas y tumultuosas. Las manadas de arriba, como las de abajo, no quieren que florezcan en nuestras tierras las semillas de los César o los Bonaparte.
Estas manadas anhelan la nivelación espiritual, que no haya más distinción entre un hombre y otro que un botón de color en la solapa o un título en la tarjeta. Tal es la aspiración de los tipos verdaderamente sociales; las demás distinciones, el valor, la energía, la bondad, para los demócratas laminadores, son verdaderas impertinencias de la naturaleza.
Pío Baroja