Acabo de llegar a Atenas, Grecia. En estos instantes, me encuentro en un maltrecho, feo, descuidado, miserable cabe decir, barrio de las afueras. Estoy buscando a Virgilio, un viejecito ateniense que está corriendo el rumor de que un nuevo vídeo de Populus está a punto de saltar a la Red Visible.
No exagero en lo más mínimo si os digo que la gente vive aquí, en este barrio, como lo hacían los judíos en los guetos nazis antes de que el exterminio real comenzase. Están todos muy demacrados y piojosos, y van por la calle deambulando como si fueran fantasmas. Muchos de ellos hacen colas en los cubos de basura, esperando a que alguien vaya a tirar algo de comida. De vez en cuando, pasa un coche de policía y la cola se dispersa. En toda Europa, ya es ilegal rebuscar en la basura, porque, según las autoridades políticas, es contraproducente para la estimulación del consumo.
Un poco más allá de hacia donde me dirijo, he encontrado un pequeño convento del amor muy humilde. Además de las labores papales, las monjitas le esconden a algunos ciudadanos moneda social en fundas transparentes de tabaco. La moneda ilegal aquí es el lechuguino y como te pillen intercambiando recursos con moneda no digital te pueden llegar a caer entre diez y veinte años de cárcel. La gente prefiere que el dinero lo tengan las monjitas, porque son honradas y lo que es mejor, por motivos desconocidos para los atenienses, tienen serias medidas de protección que impiden cualquier incursión en sus propiedades.
Ahora mismo, la policía está acordonando la zona en la que yo me encuentro. Como voy bien vestido y paso por un ciudadano rico e integrado, le pregunto a un policía:
—¿Ocurre algo grave de lo que deba ser advertido, agente?
Amablemente, el hombre me contesta:
—El ayuntamiento ha declarado esta zona nivel 4, y según la nueva normativa, debemos informar de ello con el fin de proteger al ciudadano de los altos niveles de delincuencia y criminalidad que atentan contra la libertad de las personas.
Me lo ha dicho muy de corrido, repitiendo, como veis, mucho la palabra ciudadano. Claramente, apunto en mi bitácora, se lo ha aprendido de memoria y no siente lo que dice.
Debo decir que hace poco que ha amanecido y que está haciendo una mañana lluviosa, casi deprimente; llueve, llueve que te llueve y no para de llover.
Una niña un poco rara está saltando a una cuerda, cantando bajo la lluvia esta canción popular:
que llueva que llueva
la virgen en la cueva
los pajaritos cantan
las nubes se levantan
…
—¡Cállate cooooooñooooo yaaaaa! —le ha gritado una maruji desde la ventana.
La niña ha bajado la cabeza, ha lloriqueado un poco y luego se ha esfumado como si fuera un fantasma. La mujer se ha asustado mucho y no entiende muy bien lo que ha visto, se santigua y le pide perdón a dios por todo; piensa que es culpable, que los griegos, como lo hacían a menudo en la Antigüedad, han desafiado a sus dioses y que ahora esta es su penitencia.
Lamentablemente, no son los dioses griegos los que están desplegando toda su ira por las tierras de Alejandro Magno, sino los nuevos faraones, que con su máquina del clima, herencia usurpada del gran Tesla, quieren castigar la rebeldía, la desobediencia civil, de este territorio, en donde se cree que nació Populus y desde donde se registra una mayor densidad de subida de datos a la plataforma.
Parece, pues, que la que antaño fue la bella y esplendorosa Grecia, de días cálidos, soleados, y de noches abiertas y apacibles, parece haberse convertido hoy en las verdes y húmedas tierras de la nostálgica Irlanda.
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