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Al otro lado, apareció una enorme ciudad construida en cuarzo rosa, zafiro, diamantes, perlas, lápislazuli, ásped, diorita, peridoto, amatista, granate y un sinfin más de piedras preciosas.

La ciudad estaba repleta de lagos, canales, jardines con un neoyorkino estilo de principios de siglo pasado, mastodónticos edificios de la Grecia clásica y coquetos barrios art-decó.

En el centro de la ciudad, se expandía un gran lago, y en medio de este, un colosal torbellino de rayos, conformando una enorme columna lumínica que ascendía hacia el cielo hasta perderse en él.

Los rayos de luz se reflejaban en las piedras preciosas y convertían a toda la ciudad en un espectáculo de radiantes destellos imposible de no contemplar.

Delante del eléctrico obelisco, había una estatua colosal de Prometeo entregándole el luminoso fuego a la ciudad, la cual empequeñecía bajo esta escultura.

Con esa típica soberbia infantil que le caracterizaba, Tesla exclamó como si fuera un mago que acaba de hacer un truco de magia:

—¡Bienvenidos a mi creación! Energía libre e infinita para todos.

–¿Has utilizado las piedras preciosas para construir la bobina? –preguntó Andrés.

–¿No es un poco costoso y complicado? –completó Antoine arrugando la nariz.

–Ni lo uno ni lo otro.

–La energía es eterna. La piedra, en el fondo, es blanda. Además, aquí, donde estamos, hay piedras preciosos por todas partes, es lo que más abunda.

–¿Y dónde estamos? –aprovechó hábilmente Andrea para preguntar.

Tesla se dio la vuelta y todos los demás le siguieron. Ahora, de nuevo, estaban en medio de la negrura de la noche.

El señor Tesla sacó un pequeño pero potente telescopio del bolsillo de su chaqueta y se lo dio a Andrea.

–Extiéndelo y apunta a esa pequeña estrella que se está poniendo sobre el horizonte.

Andrea miró y lo bajó enseguida. Ahora ya sí que no comprendía nada de lo que estaba pasando:

–No es una estrella, ¡es el planeta tierra!