–Antoine, Miku, corred, corred, venid, creo que ya estamos.
Una vez que Antoine y Miku salieron al exterior, se acercaron rápidamente a donde estaban sus amigos, Andrea y Andrés.
–¡Libres! ¡Libres! Gritaban todos entre besos y abrazos.
–Debemos estar ya casi en la cima de la montaña, unos metros más y, por fin, podremos ver qué es lo que se oculta al otro lado –indicó Andrea mientras se disponía a subir. El resto de la pandilla la siguió.
Al poco rato, unos pájaros comenzaron a revolotear sobre ellos. A pesar de que era de noche, la blancura de sus siluetas resplandecía gracias a la luz que venía del otro lado de la montaña.
Poco a poco, el número de pájaros fue en aumento, y se formaron bandadas que realizaban graciosos remolinos que, cada vez, se hacían más grandes.
Uno de estos remolinos se acercó peligrosamente a Antoine, y este pisó en falso y tuvo que agarrarse con todas sus fuerzas a la montaña para no caer. A su paso, les escuchó arrullar:
–¡Si son palomas, son palomas blancas, no hay nada que temer!
Pero Antoine se equivocaba, los numerosos aleteos le impedíaN ver bien, y, a pesar de ser un experimentado escalador, no pudo volver a hacer pie, y se resbaló montaña abajo.
Por fortuna, un pequeño terraplén frenó la caída.
A la vista de este incidente, los remolinos cesaron, y todas las palomas se colocaron en fila a lo largo de la montaña, como si hubieran recibido una orden.
Al poco tiempo, una paloma negra apareció surcando los cielos, y con mucha elegancia, se posó en el risco más alto, sobre todas las demás.
La pandilla estaba atónita, expectante, intentando comprender qué era lo que estaba sucediendo.
Todos fijaron su mirada en la paloma negra, y esta soltó un último arrullo, como si fuera su último aliento de vida, antes de transmutarse en un ser humano.