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Llevaban sólo cuatro días del nuevo curso, pero parecía que habían pasado meses desde el verano y las magníficas aventuras con la O.P.I. y los Abominables. Y también, por qué no decirlo, de lo mejor que pudo pasarle a Andrés en esta última aventura: la grata aparición de Andrea gracias a la máquina simplificadora.

El otoño se colaba en el tiempo apagando cada vez más temprano la intensa luz de esta tranquila ciudad gaditana del sur de España. Los atardeceres como este se tornaban grises y marrones llenando a todo el mundo de una especie de melancolía hacia los intensos recuerdos de los momentos vividos en la estación pasada.

Andrés miraba el atardecer sobre el brazo de mar desde la ventana de la cocina. Se había quedado quieto, sin cortar el pan, posiblemente envuelto en esa melancolía.

—Te veo pensativo, Andrés.

—Siempre ocurren estos tiras y aflojas al empezar el nuevo curso. Nos seguimos tratando como hace un año, pero, en realidad, al comenzar cada nuevo curso, ya no somos los mismos, ninguno. Las experiencias del verano nos han cambiado, cada año que empieza somos más maduros.

—Ya. A mí quien me preocupa es Ernesto, aunque, bueno, también Jacinto. Ya sabes cómo son estas cosas, mañana nadie se acordará ya del incidente de hoy, pero a pesar de ello, Ernesto seguirá pensando que todo el mundo le espera al día siguiente para seguir mofándose de él.

—Sí, es cierto, Ernesto se ha marchado caminando con la cabeza en otro sitio.

Cegato hizo un ocho entre las piernas de los dos reclamando su comida gatuna.

—Espera, Cegato, ahora mismo te sirvo la cena. Oye, Andrés, ¿y Dominoe, dónde está? Me pregunto adónde irá siempre todas las noches a esta misma hora.

Mientras Andrea se preguntaba esto en voz alta, Dominoe estaba cumpliendo una misión rutinaria. Después de salir de la casa con sigilo, dio tres ágiles saltos sin el más mínimo esfuerzo y se encaramó en la copa de un árbol. A continuación, caminó por una de sus ramas. Sus ojos veían perfectamente entre la espesura de la noche.

Para aquellos que se incorporen a las aventuras de Andrés y Andrea, sepa el nuevo lector que Dominoe era una bonita gata blanca de atigradas rayas grises. Gata simplificada con una despampanante superespía de la Organización de Pobres Inconformistas, la O.P.I.; Andrés y Andrea la habían adoptado después del incidente. Y ahora que estamos todos listos, volvamos a la historia.

Dominó agarró con los dientes un cesto que colgaba de una de las ramas. En él había depositado, con mucha dificultad, durante el día, un sándwich de queso de tío Jorge, un zumito en tetra-brik y una manzana. Una vez bien agarrado, tiró de él hacia fuera y este se descolgó de la copa del árbol cayendo al suelo.

—¡Ay!— se escuchó abajo. Dominoe maulló indiferente.

—Gracias, Dominoe, pero ten cuidado—. La voz que se escuchaba devoraba los alimentos al tiempo que decía:

—Será “po” poco tiempo ¿sabes? Uhmm, qué bueno “tá”. La policía me “pechigue”, no puedo “da” la cara— tragó—. Pero en cuanto pueda, cogeré a ese profesor Rego y le obligaré a que te devuelva a tu estado original con esa máquina del demonio— y volvía a masticar los alimentos con el ansia de quien no ha comido en todo el día.

Dominoe maulló resignada. Le hubiera gustado decir que ahora se encontraba feliz siendo gata y que había encontrado el amor de su vida en Cegato, pero no podía hablar con el lenguaje de los humanos; a pesar de que pensaba las palabras y las frases, no podía pronunciarlas con la lengua y la laringe de un gato.

De repente, Dominoe levantó las orejas, y un milisegundo después, dos linternas iluminaron el lugar. Afortunadamente para ella, consiguió desaparecer antes de que la luz incidiera sobre sus ojos, con lo que finalmente los focos solo iluminaron a un rostro conocido de rasgos orientales, una enorme cresta blanca y dos rayas negras, cada una de ellas atravesando sus mejillas.

—¡Aro!— gritaron sorprendidos Andrés y Andrea.

Entonces, Aro, que no era ningún gato, sino otro superagente de la O.P.I., desapareció en la espesura del bosque casi con la misma agilidad felina de Dominoe.