—¡Pelea! ¡Pelea! ¡Pelea!
—Andrés, ¿qué pasa ahí? ¿Alcanzas a verlo?
—Desde aquí puedo ver al bruto de Jacinto en las escaleras del aula de plástica, pero nada más, Andrea.
—No me gustaría estar en el pellejo de Ernesto —dijeron dos alumnos que pasaban por allí. Andrés y Andrea se miraron y salieron corriendo en dirección al aula de plástica.
—¡Eh! ¡Eh! Jacinto, ¡quieto ahí! ¿Qué pasa aquí? —Andrés intentaba aclarar la situación.
—Dile a tu amigo que la próxima vez que me llame memo no me conformaré sólo con que haga vuelo sin motor por las escaleras —dijo amenazante Jacinto seis escalones más arriba.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, Andrea— dijo Ernesto completamente sonrojado y con voz muy baja.
—Venga, anda, que te ayudo a recoger esto y nos marchamos de aquí— le dijo Andrea con dulzura mientras recorría con mirada inquisidora el círculo de espectadores que se habían apiñado alrededor de Ernesto.
—Y tú, Andrés, ten cuidado también; que tengamos tregua de recreo no significa que te puedas meter en mis asuntos cuando quieras.
—¿Tregua de recreo? Jacinto, por favor, ¿cómo puedes seguir con las tonterías de primaria? ¡Crece!
—¿Tú también me estás llamando tonto?
—No, perdona, pero te lo estás llamando tú a ti mismo—. Y, guiñándole un ojo a Andrea, se dio media vuelta para alejarse de Jacinto.
—Jacinto, aunque no te merezcas que te diga esto, —continuó Andrea— te advierto de que tienes todas las papeletas para que una de estas noches vengan a buscarte los espectrales caballeros tímidos.
—¡Huy! ¡Qué miedo! ¡Que viene el lobo! ¡Anda ya, eso es una leyenda urbana!
—No, nooo, Jacinto, no cometas ese error—. Andrea utilizó un tono siniestro para continuar, y todos se quedaron en silencio escuchándola―. En mi anterior instituto, Daniel Barrios era un idiota engreído que siempre andaba asustando y amenazando a los de los cursos inferiores; un descerebrado de los peores, de esos que se creen muy listos por engañar a críos con cuatro mentiras. Pero, un buen día, de buenas a primeras, cambió como de la noche a la mañana y siempre estaba asustado y huidizo, siempre con la capucha del chándal puesta, siempre mirando hacia atrás… Sus libretas comenzaron a llenarse de extraños dibujos y empezó a decir cosas sin sentido en voz baja, como si estuviera hablando con alguien en secreto. Un día se sentó en cuclillas sobre la pared y se negó a entrar en clase. Tuvieron que venir a por él porque no quería moverse de allí. Hicieron falta sus padres y dos enfermeros para conseguir meterlo en la ambulancia. Mientras lo arrastraban, gritaba angustiado: “No lo entendéis, van a venir a por mí; ellos me han dicho que HOY VENDRÁN POR MÍ.” Todos estaban pálidos, nadie se atrevió a romper el silencio creado por Andrea. Jacinto no se pudo contener:
—¿Y qué pasó? ¿Qué pasó?
—Pues que pasaron los días y Daniel Barrios no aparecía por el colegio. Cuando fuimos a visitarlo a su casa, nos enteramos de que estaba deshabitada: sus padres se habían mudado. El césped del jardín estaba lleno de pisadas de cascos de caballos y había, había…
—¿Quéee?— preguntó Jacinto histérico.
—¡UN TONTO QUE SE LO HA CREÍDO!— gritó Andrea dándole un susto terrible.
Las risas de todos abrumaron a Jacinto, el cual volvió a explotar de nuevo cebando su ira otra vez sobre Ernesto. Lo agarró por el cuello con ambas manos y lo estampó contra la pared. Los amigos de Andrés y Andrea, Rubén, Guille y Loli, que a estas alturas ya habían llegado y estaban junto a ellos escuchando la historia de Andrea, intentaron parar a Jacinto. Por segunda vez, se armó un gran tumulto. Desde la distancia, la sonora voz de Mr. Phill comenzó a tomar cartas en el asunto. Venía acompañado del nuevo profesor de inglés, el Sr. Eagleman. Jacinto, que de repente se encontró solo frente a un buen montón de miradas incriminatorias, se dio media vuelta y se fue corriendo. Pareciera que llorara, pero no lo puedo asegurar con toda certeza, ya que Jacinto hizo todo lo posible para que no le vieran.
—¿Qué ha pasado aquí?— preguntó en tono autoritario el Sr. Eagleman.
—Nada— dijeron todos.
—Nada, no ha pasado nada— dijo Ernesto frotándose el cuello.
—Yo me ocupo— dijo conciliador Mr. Phill—. Estos chicos son mis vecinos, los acompañaré a casa.
—¿Y bien?— interrogó Mr. Phill a Ernesto, Andrés y Andrea en el camino de vuelta a casa.
—Pues nada, que a ese bruto se le había olvidado, entre comillas, hacer los problemas de matemáticas; y no es que me importe pasárselos, de veras, pero creo que era mi deber decirle que, si no los hacía él mismo, nunca aprendería a hacerlos. Ya sabéis como es Jacinto, se me puso exigente y me dijo: “Ya, ya, otro día, ¿vale? Ahora pásamelos a la de ya”. “Siempre dices lo mismo”, le contesté, “esta será la última vez, Jacinto”, y fue entonces cuando se enfadó y comenzó a pegarme. Lo que más me fastidia es que, encima de que le digo “espérate, vamos a poner esto mal porque si no se van a dar cuenta de que no las has hecho tú”, ¡encima! se me pone como una fiera y me empieza a chillar diciéndome que qué iba yo y que si por un casual estaba yo insinuando que él era más tonto que yo. Y claro, vosotros me conocéis, a mí en esos momentos me entraron muchas ganas de decirle que sí, pero me callé, cogí los problemas y me di media vuelta, y entonces, él me siguió, y al llegar a las escaleras, me metió un gran empujón y el resto es historia.
—Jacinto sólo es capaz de ver defectos en los demás— continuó Andrea— mejor dicho, Jacinto y los que son como ellos, no es que vean defectos en los demás, sino que son expertos en detectar tus inseguridades. Si tú no estás contento contigo mismo en algo, ellos en seguida lo perciben y lo convierten en un defecto y se agarrarán a él para meterse contigo y reírse de ti. Lo curioso es que es bastante probable que nadie más vea o le importen estos defectos, y si lo hacen, es por seguirle la bola al malote de turno por miedo a que no se metan con ellos.
—No me gustan los enfrentamientos. Me hacen sentirme muy mal luego.
—Es cierto, Ernesto, pero recuerda que a nosotros nos gustas así, no queremos que seas un bravucón, un bruto, no te hace falta— le dijo Andrea frotándole su rizado pelo.
—Además—continuó Andrés— recurrir a la fuerza es de simios; y ni siquiera eso, porque hasta los simios evitan el uso de la fuerza siempre que pueden. Jacinto usa la fuerza para conseguir sus objetivos. Es incapaz de pensar que cuando salgamos del instituto, en el mundo real, su fuerza no le va a valer para nada. Pero no te olvides de que también es muy aprensivo y un tanto cobardica con las historias de terror desde que íbamos a infantiles. En realidad, esto no es malo, de hecho, a nadie le importa, ni le tiene por qué importar, pero él lo ve como un defecto suyo, sobre todo, para la imagen de duro que nos quiere dar. Por eso se comporta así. Está claramente escondiendo sus propias inseguridades sacando a relucir las inseguridades de los demás, en este caso en concreto, las tuyas. Recuerda que una venganza debe ser siempre inocente y divertida; es por eso que le hice una señal a Andrea para que le contara la historia de Los Caballeros Tímidos. Así aprenderá que a nadie le gusta que se amplifique o se difunda lo que uno mismo considera su principal defecto. Aunque, la verdad, no me esperaba esta reacción tan violenta.
—Oye, por cierto, y ¿qué es eso de los Caballeros Tímidos?— preguntó curioso Mr. Phill.
—Nada, es la típica leyenda urbana. Una historia que ya tiene vida propia y que nadie puede parar ya, ni siquiera su propio autor. Si este viniera un día y reconociera, después del tiempo, que los espectrales Caballeros Tímidos no existen, que él se lo inventó todo, nadie le creería ya, porque siempre habría alguien que afirmara que tiene un primo que tenía un amigo al que los Caballeros Tímidos hicieron desaparecer.
—Es una buena historia— dijo Mr Phil quitándose la pipa, siempre apagada, de la boca. Y una vez que dijo esto, agarró su gorra a cuadros por la visera y la inclinó haciendo un gesto de despedida.
—Bye, boys.
—Adiós, Mr. Phill— dijeron todos al unísono menos Ernesto, absorto como estaba en sus pensamientos. Al cabo de un rato, Ernesto también se despidió.