El empedrado de las calles de Toledo no era el medio más idóneo para los tacones de aguja de Dominoe, y eso que vestía como una turista cualquiera, esto es, camiseta de tirantes, blanca, short gris claro, gorra azul con la visera atrás, la cabellera rubia recogida en una larga coleta, una botellita de agua en las manos y una mochilita pequeña a sus espaldas bien sujeta por si se transformaba en…
Pero los tacones, ay los tacones no los perdonaba Dominoe así se hallara en el mismísimo Everest. Dominoe avanzaba subida a ellos sobre las piedras con un rápido y grácil caminar. Si lo que deseaba era pasar desapercibida, no lo estaba consiguiendo.
En su fuero interior, Dominoe intentaba recordar las indicaciones, un tanto vagas e imprecisas (como siempre), del señor Eagleman: el último custodio era conocido como “el Gato” y siempre iba vestido con una túnica azul que le cubría hasta la cabeza y llevaba las manos metidas en un único bolsillo delantero; además, según se rumoreaba, carecía de orejas.
—Todo un pegsonaje. No es difícil que alguien así llame la atención —pensaba Dominoe mientras admiraba la belleza artística de la ciudad de Toledo.
—Es como si el tiempo no hubiera pasado por ella —se dijo para sus adentros.
Al cruzar un estrecho callejón, alguien indistinguible por el fuerte contraluz le habló.
—¡Hooola, Dominoooe! Te adivino lo que quieras saber de tu futuuuro —dijo, desde el fondo de un callejón, una voz parsimoniosa, que alargaba el acento de las palabras como si el tiempo pasara más lento de lo normal.
Los felinos ojos de Dominoe se volvieron para mirar fijamente a un señor bajito y rechonchote. A su lado, había un cartel que anunciaba el nombre de su tienda: “El Gato Mágico”, y bajo él, una leyenda: “le cuento el futuro porque vengo de él”.
Dominoe no pudo contener una enorme sonrisa de satisfacción:
—¡Claro! El gato azul sin orejas que viene del futuro —y se acercó hacia donde se encontraba.
—¡Pasa, pasa! —la animó el Gato, abriéndole una verja que daba a una escalera.
Dominoe descendió tras él. Por la escalera, se bajaba a lo que antaño, en diferentes épocas, hizo las veces de bodegas, aljibe y cripta. La catedral se hallaba al lado, y era costumbre, en estos lugares, acumular historia levantando unos templos encima de otros, muchos de ellos de culturas y estilos artísticos diferentes.
—No te preocuupes, no hay tuuumbas ya.
—No me pgeocupan los cadáveges, pego me gusta poneg todos mis Shakgas en sintonía —respondió valiente Dominoe.
—Pues pon en sintonía los Shakras de la mente. Aquí vas a necesitar ingenio. No hay cadáveres, pero sí ratones.
—¿Gatones?
—Sí, bueno, entonces, dime, Dominoe, ¿qué es lo que quieres saber?
—No sé, no sé, por ejemplo, el futuro de Alonso Quijano y Sancho Panza.
—Esa es muy fácil. Son felices en la ínsula de Barataria. Pero eso no es lo que quieres saber. Quieres saber cómo es que sé tu nombre.
Dominoe tenía deseos de que se quitara la capucha azul para verle bien el rostro. Esto le trajo recuerdos de cuando su simplificación no era aún estable y tendía a transformarse sin control en cabeza de gata y cuerpo de mujer. Durante ese tiempo, nunca se quitaba la capucha de su indumentaria. A lo mejor a él le ocurría algo parecido, con lo que, decidió no decir nada al respecto.
—Está bien, has acertado. ¿Cómo sabes mi nombre?
—Pues porque te conozco del pasado. Tú, en tu futuro, vendrás a verme a mi pasado. Yo lo sé porque para mí eso que ocurrió es ya mi pasado, pero a ti no te ha pasado todavía, te pasará dentro de poco.
—Bonita gespuesta… ¿Dónde está el Gran Maestre de la Orden de los Caballeros Tímidos y Custodio de La Mesa del Tiempo? Esa es mi pregunta.
—Si quieres La Mesa, debes hacerme la pregunta correcta. Ve a visitar a los ratones sabios; ellos te la darán. Están ahí al lado, pero yo no entro —dijo señalando una escalera de madera.
Dominoe subió por ella y vio que daba a una habitación con una alacena dentro. Decidió entrar con cautela. Desde abajo, el Gato le gritaba:
—Por favor, Dominoe, ¿a la vuelta podrías traerme un poco de harina, mantequilla y azúcar? Deseo hacerme unos riquíísimos pasteliillos.
Dominoe entró en la habitación y miró a su alrededor. Los estantes estaban rebosantes de alimentos. Una lámpara en el techo iluminaba débilmente la estancia. No había otra salida ni tampoco rastro de los ratones.
—¿Una puegta secgeta? ¿Otga vez? No cgeo…
La bella espía rubia decidió observarlo todo con más detenimiento. Por fin, arriba, en un estante, en la esquina…
—¡Aja! ¡Os pillé, gatones!
Dominoe se trasformó en gata y agradeció, una vez más, mentalmente, que el profesor Gustav hubiera estabilizado su simplificación.
Con su natural, y ahora biológica, agilidad felina, subió a la parte superior de los estantes. Caminó hasta llegar a una de las esquinas formadas por la pared y el techo y allí encontró un agujero.
—Espero no atorarme.
Al pasar al otro lado, vio una cama pequeña con una mesita de noche a la derecha. En la otra esquina de la habitación, había una mesa de camilla sin vestir y, frente a ella, un aparador ocupado por una vajilla de porcelana. Cerca de una de las patas del aparador, había una trampa para ratones con un apetecible trozo de queso manchego.
En torno al queso, haciendo un corro, había cinco o seis ratones blancos, cavilando, discutiendo, dibujando con una tiza en el suelo de barro complejas ecuaciones matemáticas que versaban sobre el movimiento circular, la aceleración, la potencia, la fuerza y la energía necesaria para liberar el queso de la trampa sin ser atrapados.
Dominoe saltó desde arriba hasta el suelo donde se hallaban los ratones. Estos, al verla, salieron despavoridos, refugiándose bajo la cama.
—¿Qué quieres, gata? ¿No ves que estamos ocupados? —dijo uno de los ratones malhumorado.
Dominoe saltó sobre la mesa camilla. Sin ninguna prisa, se recostó sobre su propia barriga y, a continuación, levantó la hermosa cola blanca atigrada. Un ritual demasiadas veces repetido como para no dominarlo a la perfección. Acto seguido, sacó una de sus uñas y arañó la mesa de madera que tenía bajo ella haciéndola chirriar estrepitosamente. El ruido fue tan enervante que hasta la mesa pareció estremecerse. Los ratones salieron de la cama suplicándole que parara. Dominoe encogió con una ladina sonrisa su larga y afilada uña.
—¿Qué buscas? ¿La Mesa? Te digo desde ya que no es esa. Tienes que superar las pruebas. ¿No puedes esperar un momento? —dijo otro ratón con malas pulgas.
—¡Miau! —contestó Dominoe a modo de negativa.
—Qué pesadita eres, ¿eh? Venga, prepárate para la primera prueba —dijo otro ratón con desgana.
—Es una prueba de cálculo, ¿preparada, lista? Va: ¿cuatrocientos cincuenta y seis mil trescientos treinta y ocho por dos dividido entre seis por cuatro menos uno elevado al cuadrado por un millón cinco entre uno por cero por cinco millones doscientos cuarenta y ocho mil setecientos veinte son, en total, querida gatita…?
Dominoe saltó de la mesa al suelo y, sobre las ecuaciones pintadas en el suelo, grabó con su uña un círculo, grande y perfecto, ocasionando un chirrido aún más estridente e insoportable que el anterior.
—Efectivamente, es cero. Correcto. Vaaaaaya, tenemos aquí a una gatita lista. Veamos qué tal se te da la segunda prueba —dijo otro ratón.
Antes de hablar, primero se separó de un pequeño grupo con el que discutía si era despreciable o no el cálculo de pérdida de velocidad por fricción con el aire en el momento de soltar la trampa.
A este ratón, parecía que Dominoe le había despertado un especial interés y la miraba y re miraba fijamente con sus diminutos ojitos mientras calculaba el nivel de dificultad de la prueba que le iba a poner.
—Ahí va, segunda prueba: planteamiento correcto. Cinco por cuatro veinte, más uno, igual a veintidós. ¿Es este un planteamiento posible?
Dominoe se quedó pensativa.
—Si a veinte le sumo uno, el gesultado sería veintiuno, no veintidós. Pog lo tanto, la solución matemática no es cogecta. Pego, sin embaggo, usted, pequeño gatoncito, no me pgegunta si es cogecto o no, sino que me pgegunta si es posible. La pgegunta es difegente, y, pog tanto, la contestación puede que también lo sea. Vamos a veg… Cinco por cuatgo veinte, cinco pog cuatgo veinte. ¡Veinte pog cinco es cien! ¡Al otgo lado de la coma segía lo mismo que uno! ¡Uno más! Cinco por cuatgo con veinte es igual a veintiuno más uno, ¡clago, veintidós!
Dominoe sacó su uña y se dispuso a escribir la respuesta, aunque, en esta ocasión, todos los ratones se taparon los oídos antes de que escribiera en el suelo la expresión matemática:
(5 · 4.20) + 1 = 22
Uno de los ratones golpeó suave y disimuladamente al que tenía al lado al leer la respuesta.
—Correcto —le dijo.
—Nos ha salido espabilada la gata —añadió otro con una cantinela que indicaba fastidio.
—Bien, ahora, prueba de concentración. Dinos cuántos platos hay en la vajilla en el momento de terminar la canción.
Dominoe empezaba ya a estar un poco harta de los malos modales de los ratones. Pero, aún así, decidió ser paciente y quedarse a la espera. Dos de los ratones, ataviados con sombrero de copa y bastón, se subieron al aparador y sobre la vajilla cantaron la canción “Yo mi abuelo soy”, que, para quien no la conozca, debo decir que es digna de cualquier musical o revista francesa.
Conforme el ritmo de la canción avanzaba, iba aumentando el frenesí de los ratones en sus pasos de baile. Cuando la canción llegó a su apogeo final, los ratones se dieron media vuelta, levantaron sus sombreros y comenzaron a agitarlos a modo de despedida. Después, con el bastón en las manos, en posición horizontal, comenzaron a mover los pies hacia atrás como si estuvieran corriendo sin moverse del lugar. Impulsados con los pies, los platos sobre los cuales estaban bailando empezaron a salir despedidos en dirección a Dominoe. Uno de ellos se estrelló contra la pared haciéndose añicos; otro pasó sobre la linda cabeza de gata de Dominoe; el tercero fue a parar contra la mesa.
Los demás ratones, animados por el escándalo, abandonaron sus quehaceres y se dispusieron a hacer lo mismo sobre las demás filas de platos.
Una auténtica lluvia de platillos voladores comenzó a ser disparada contra Dominoe.
Mientras, esta los esquivaba como podía sin perder la cuenta del número de platos que continuaban vivos en el aparador. ¡Paf! Contra todo pronóstico, uno de los platos chocó contra una de sus orejas, poniendo fin a la paciencia de Dominoe. Ahora, vegéis lo que es bueno , dijo montándo en cólera.
Sin que los ratones tuvieran un segundo para reaccionar, Dominoe cayó sobre la trampa y, de un zarpazo, la hizo saltar; al instante, de otro zarpazo agarró el queso.
La música se paró instantáneamente y todo quedó en silencio (salvo el ruido que hizo el último plato al romperse en el suelo). Los ratones se quedaron boquiabiertos sin poder reaccionar.
Unos segundos después, todos estaban corriendo tras la gata empujándose unos a otros y gritando:
—¡Dámelo, dámelo! ¡No, a mí, a mí!
Dominoe volvió a saltar encima de la mesa y se transformó en mujer. Los ratones vieron a una rubia espectacular tumbada de lado sobre la mesa, como si estuviera posando para el mejor de los fotógrafos. El cabello le caía en cascada mientras levantaba el brazo, abría la boca y hacía como si se fuera a comer el trozo de exquisito queso manchego.
—¿Lo queguéis?
—¡Sí, sí, dánoslo, dánoslo! —contestaron mientras intentaban subir por sus tacones de charol azul. Dominoe se sacudió los ratones con un gracioso ademán.
—Quiego la pgegunta cogecta, gatones, o me como el queso. ¡HUummm, qué giiiiico! —dijo pasándose la lengua por los labios.
—¡Parad, parad! —dijo uno de los ratones muy serio mirándola desde abajo.
—Conozco desde hace tiempo a una ratoncita que vive en la vieja panadería de aquí al lado. Es agradable, simpática, alegre, tiene un corazón así de grande y un tipazo de miedo; demasiado para mí. Estoy loco por ella, pero creo que a ella le interesan ratones más guapos, más fuertes y con más dinero que yo. El día de su cumpleaños me armé de valor y le regalé un libro que se titulaba: “Mil inventos que una dama debería conocer”. Fue un estrepitoso fracaso. Al abrir el regalo, se le saltaron las lágrimas y la ratoncita salió corriendo.
Dominoe, que, por cortesía, había estado escuchando muy atenta el relato, se quedó callada a la espera de que el ratón añadiera algo más.
—¿Y bien? —dijo el ratón.
—¿Ah? ¿Esta es otga pgueba?
—No, esta es LA prueba. La única y verdadera prueba.
—De acuegdo.
Dominoe se puso en el lugar de la ratoncita antes de responder (empatía le llaman a esto) y, al momento, respondió:
—Ella también está loca por ti, y, al igual que tú, también se equivoca. Piensa que tú pgeferirías a alguien más inteligente, con más cultura que ella. Cuando ella leyó el título del libro, se configmaron todos sus miedos. Pensaba que tú le prestabas una atención especial respecto al resto de las ratoncitas y albergaba, en el interior de su corazón, la esperanza de que sintieras amor por ella. Cuando le guegalaste el libro, pensó que tú no habías valogado su inteligencia, que tú pensabas que egas demasiado paga ella, y echó a coguer llogando.
Todos se quedaron afirmando con la cabeza. Aceptaron que la intuición de Dominoe no podía distar mucho de la realidad. Uno de los ratones le dio un golpecito en la espalda al ratoncito enamorado en señal de ánimo y consuelo.
—Y, entonces, ¿la solución? —titubeó el ratón al solicitarla.
—¡Oh! ¡L´amour, l´amour! Vas a hacer esto que yo te diga, gatoncito. Le vas a guegalar el libro otra vez pidiéndole perdón. Ya sé, ya sé que no tienes por qué adivinar los sentimientos del otro, pero, de todas maneras, a algunas mujeres les gusta que os disculpéis por ello, porque piensan que deberíais, por empatía, haberlo adivinado. Este es un juego muy antiguo con normas difíciles de cambiar. Debajo del título “Mil inventos que una dama debería conocer”, le vas a añadir una nota en la que ponga “y que me encantaría que me explicases un día cuando quedemos paga estar juntos”. A continuación, le regalagás otro libro. Este se titulará “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” de Pablo Neruda. Nadie como él para despertar sentimientos de amor por medio de la palabra. A este también le sumarás una nota en la que diga: “y que un torpe caballero como yo jamás deberá olvidar cuando esté a tu lado”.
—Esta vez sí que has demostrado, de verdad, tener una inteligencia digna de aquellos que pueden usar la Mesa del Tiempo. Para las otras preguntas bastaba ingenio y conocimiento, pero para esta… La empatía es la inteligencia de los sentimientos, la inteligencia suprema, esa que diferencia a un animal de un ser humano —dijo el ratón con lágrimas saltando de sus ojos.
—¿Para qué quiero lo que ya tengo? —añadió otro de los ratones contento por el bien que le había proporcionado a su amigo.
—¡Otra prueba!
—No, no, Dominoe, esa es la pregunta correcta.
—Gracias, gatones.
Y, llena de la alegría, se comió el solicitado trozo de queso sin pensárselo dos veces.
—¡Eeeh! —Se quejaron los ratones.
—Gatones desconfiados.
Dominoe se acercó al aparador, abrió una puerta de cristal, sacó un queso entero y se lo puso encima de la mesa.
—Gracias de nuevo, gatones.
Y, con liviana y grácil naturalidad, la rubia espía francesa se trasformó en gata y regresó, por el hueco de la pared, a la alacena por la que había entrado.
En la habitación de los ratones sonó un crack que Dominoe, ya en la estancia del gato, no llegó a escuchar.