La-mesa-del-tiempo

Dormir. Justo eso era lo que no conseguía hacer Andrés, que, con la cabeza puesta en los viajes por el tiempo, no paraba de dar vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño.

Al final, harto ya, decidió levantarse y echarle un vistazo a los cachorritos Mi y Lu. Cegato fue el único que detectó su presencia, abriendo el ojo derecho y levantando la oreja izquierda. Dominoe, transformada en gata, dormía profundamente a su lado, en el cestito. Los cachorros, envueltos en mantas, soñaban con un gigante sofá de tela al que morder sin impedimentos.

De camino a la cocina, Andrés escuchó voces que susurraban desde el exterior de la vivienda. Cegato, levantando las dos orejas, ratificó la existencia de voces.

—Esta es la villa y puerto real indicado.

—Sepa vuestra merced que no sabemos a qué gigantes se ha de enfrentar.

—Son sus vidas, las de estos rapaces, las que dependen de mí. Es de honor que afrente esta justa con arrojo y valor.

Andrés abrió la puerta con sigilo. El frío se hizo notar, sólo llevaba el pijama. Aún así, esperó allí, de pie, hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Dio unos pasos y observó dos sombras que charlaban en la oscuridad:

—El perverso Marqués de Villanoz no habría de encontrar lugar mejor que este para su satánico plan. Es más, sabed que, en aquestos tiempos de sombras, la luz de la luna no nos es ya necesaria para darnos lumbre. Mira, Sancho, acércate hacia aquí y verás.

Una de las sombras se quedó petrificada con la vista fija en una de las farolas que los iluminaba. Andrés aguardó. Las figuras se habían hecho ahora perfectamente visibles. Un hombre bajito y regordete, vestido como un picador de toros a lomos de un asno, miraba absorto la farola bajo la que estaba parado; el otro hombre, largo y escuchimizado, cincuentón, montaba a lomos de un canijo y esmirriado jamelgo y llevaba puesta una armadura medieval un tanto sucia y destartalada. En una mano, portaba una lanza y, en la otra, un escudo.

Andrés se frotó los ojos. Las figuras salieron de la luz y, poco a poco, llegaron al brazo de mar. Allí comenzaron a caminar por la arena envueltos de nuevo por oscuridad. Andrés empezó a seguirles sigilosamente. Al pasar cerca del embarcadero, los delfines le alertaron con sus característicos sonidos.

—Lo sé, los he visto. ¡SSSH! —exclamó para que guardaran silencio.

Las figuras pararon. Andrés se acercó a pocos metros de distancia, no había duda: o bien eran don Quijote y Sancho Panza, o bien unos tipos muy parecidos a ellos. Este último pensamiento le hizo mirar a su alrededor con la vana esperanza de encontrar las cámaras y el director de alguna película o video-clip que estuvieran rodando en ese lugar, pero no encontró nada que le recordara lo más mínimo a un rodaje. Atónito, prestó oído a la conversación y se dio cuenta de que estaban hablando de una manera muy parecida a como lo hacían en la novela. Andrés entendió que estaban buscando un gigante y que las torres del tendido eléctrico que atravesaban la bahía eran, a sus ojos, dos guardianes. Don Quijote le decía a Sancho que las torres parecían inofensivas porque estaban dormidas, pero que, si llegaran a despertarse, bastaría con solo rozarlas para que su aliento los fulminase.

Entre ambas torres, se encontraban los pórticos, que estaban formados por grúas móviles de unos cincuenta metros de altura que se utilizaban para transportar enormes piezas de petroleros y navíos hacia el dique seco de los cercanos astilleros.

Don Quijote, al verlas, interpretó que la grúa era un gigante y salió al galope blandiendo la lanza hacia delante con hostilidad. Sancho, más que acostumbrado ya a estos arrebatos de su amo, se había quedado tranquilamente parado en el sitio:

—¡Tened cuidado, mi señor, que estas formas tan viradas nada bueno han de contener!

Don Quijote cabalgó en dirección a una de las dos patas del gigante y saltó sobre una enorme pieza de hierro en forma de U.

Esta pieza era un bloque curvo que iba a formar parte del casco del superpetrolero que estaba siendo construido en el dique seco. La pieza se encontraba bajo las grúas, amarrada a una de estas, lista para su aparatoso desplazamiento hacia su destino, el superpetrolero. La grúa pórtico de la que pendía, empezó a izar la pesada pieza por encima del barco con don Quijote encima de ella. El gruísta, sentado en su acristalada cabina de mando, en la cima del pórtico, supervisaba la operación y le hacía indicaciones a los controladores que estaban abajo para que la pieza se mantuviera estable.

A los pocos segundos, los sensores detectaron un leve fallo en el equilibrio de la pieza. El gruísta bajó la mirada y, aunque todavía era muy diminuto, le pareció ver sobre ella a un jinete en su montura. Sorprendido por la visión, dio inmediatamente la orden de frenar. El movimiento de la pieza, alimentado por el frenazo, comenzó a oscilar hacia atrás y hacia delante de forma bastante peligrosa.

Don Quijote, que a causa del parón a punto estuvo de caer al vacío, tiró de las riendas de Rocinante y saltó al otro extremo de la U dibujando en el aire la mitad de un círculo. Después del salto, caballo y señor, lejos de caer erguidos sobre el otro extremo, rodaron recorriendo la “U” de arriba hacia abajo.

Entre tanto, el gruísta intentaba desesperada e inútilmente equilibrar la pieza provocando aún más vaivenes. No sin mucho trabajo, don Quijote consiguió levantarse y, usando la lanza a modo de barra de equilibrio, se deslizó de un lado a otro de la “U” como si tuviera unos patines sin ruedas bajo sus pies. Rocinante, por su parte, no estaba teniendo tanta fortuna y rodaba como una croquetilla de acá para allá y de allá para acá sin comprender cómo el universo había pasado de ser plano a curvo de la noche a la mañana.

Tan absorto estaba el gruísta observando a un don Quijote equilibrista y a un caballo rodando de un lado para otro que no cayó en la cuenta de echar el freno de altura, con lo que la pieza estaba cada vez subiendo más, en dirección hacia la cabina, directa a echársele encima si no reaccionaba a tiempo. Rápidamente, echó el freno de mano, pero, como suelen decir los abuelos, fue peor el remedio que la enfermedad, ya que, con el frenazo, la pieza sufrió una fuerte sacudida y comenzó a balancearse de un lado a otro aún con más fuerza.

En una de estas idas y venidas, don Quijote fue sacudido, lanza en mano, casi volando, contra el puesto de control del gruísta, y atravesando la cristalera, fue a parar con sus cansados huesos en la mesa de control.

El caos, que ya apuntaba maneras, había llegado para quedarse.

Tras el estrepitoso aterrizaje de don Quijote, la grúa se volvió completamente loca, y comenzó a contosionarse de múltiples maneras.

El personal comenzó a gritar corriendo despavorido hacia los ascensores; casi simultáneamente, la gran pieza se soltó de una de las sujeciones y empezó a pendular de un lado a otro como si fuera una enorme bola de derribos. En una de las idas, impactó con gran fuerza sobre las compuertas del dique seco y el agua entró a raudales por el inacabado esqueleto del barco, que, contra todo pronóstico, se hundió, luego, salió a flote, y, finalmente, se escoró empujando hacia atrás, con un fuerte golpe, a una de las patas del pórtico.

Como no hay dos sin tres, la grúa se inclinó y golpeó a la otra grúa pórtico como si fuera una ficha de dominó cayendo una sobre otra. Ambas grúas se desplomaron sobre el esqueleto del súperpetrolero, de tal guisa que grúas y barco-súperpetrolero encontraron su destino final en el plácido fondo del mar.

Andrés, viendo el descomunal desastre que don Quijote había formado en cuestión de minutos y temiendo que también él hubiera ido a parar al fondo del mar, trató de ir en busca de Sancho, pero, al llegar al lugar donde se encontraba, vio que Sancho levantaba los brazos y gritaba lleno de alegría:

—¡Hurra, hurra, ha ganado al gigante! —y, tras ese preciso instante, se esfumó.

Andrés comenzó a correr desesperado hacia el embarcadero. Buscaba la ayuda de sus amigos los delfines, que, al presentir la angustia de Andrés, salieron a su encuentro.

—Lo hemos buscado por todas partes —es­cu­chó An­drés en su mente que le decían los delfines—, pero nada, ha desaparecido. Aquí, en el fondo del mar, no está.

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