Que queriéndome dar muerte dulce me dieron una muerte horrible, eso lo sé yo y los que allí estaban mirando el mal de cara, en toda su desnudez.
Los invisibles me suplicaron que saliera lo antes posible, para no sufrir inútilmente, y me susurraban al oído una vida nueva en un Súper Mundo Feliz llena de amor y plenitud; y, sin embargo, a pesar de esos cantos de sirena, yo me negaba a salir, porque yo no quería irme a ninguna parte, tenía derecho a vivir mi tiempo, a disfrutar de Galicia, mi tierra, porque yo, sí yo, Asunta Yong Fang, estaba en la flor de la vida, y aún me quedaba mucho que hacer para llevar a esta humanidad a la utopía.
Pero fue esa misma tozudez por agarrarme a la misma vida, la que me llevo más pronto a la muerte. Las vías respiratorias dejaron de darme aire y una ola de vómito comenzó a trepar con avidez por mi garganta. Segundos después, algo explotó en mis pulmones. Mi tiempo de vida casi se había agotado, estaba a punto de morir, y si ellos estaban allí, es porque ya lo sabían, con lo que por fin, tuve que doblegarme, y sucumbir a la muerte física, abandonando mi grácil y delicado cuerpo para siempre jamás.
