
A día de hoy, aquí desde el Olimpo, compartiendo el néctar de los dioses con Zeus, no me entra en la cabeza, y perdón por la vulgaridad de la expresión, tan inapropiada para este ambiente utópico, cómo la gente de mi tiempo pudo tragarse tamaña inverosimilitud sobre el accidente de avión.
La historia que los medios difundieron no tiene ni pies ni cabeza y, salvo unos cuantos psicoconspiranoides sin ningún poder ni representación social, la humanidad que supo de los hechos, se obsesionó con los golpes en la cabina, y se explicaban ellos unos a otros cómo fue que pasó, tratando de verosimilizarlo, dándole sentido común, para que la historia fuera coherente y autonvencerse de que eso era lo que realmente había pasado.
En seguida se dieron mucha prisa en hacer un registro ficticio de mi casa e inventarse la soplapollez de las pastillas de la depresión, y es que son unos genios del artífice, aunque, después de lo ocurrido en el 11S, eso ya lo sabíamos.
El cachondeíto de los aviones, así es como lo llaman con mucha guasa en algunos círculos no comunicantes de la invisiblidad. Y esta fue la primera vez que conseguimos predecir sus planes, adelantarnos y tratar de evitar la masacre. Pero algo salió mal y yo podría haber salvado mi culo y aún así decidí sacrificar mi vida para evitar un mal mayor.
Los hechos ocurrieron de esta forma, aunque esto no debe salir a la luz bajo ningún concepto.
