Aaron Swartz: muerte y resurrección

El día en que los faraones, de la mano de los servicios secretos, registraron mi apartamento de Cambridge, supe que pronto iba a morir.

Cuando faltaban tres días para mi asesinato, me pasó algo extraño, fuera de lugar, a lo que no supe darle una explicación. Una mujer común y corriente, una invisible, pasó por delante de mí, al salir de un vagón de metro, y sentí cómo una cuchilla afilada me rozaba el brazo, abriéndome una leve herida en el codo. La mujer desapareció y yo solamente pude observar el leve corte sin importancia, apenas sangraba.

No relacioné esto con mi muerte hasta que tres días después, en mi apartamento, me esperaba un hombre de negro.

—Tú y yo sabemos que ha llegado tu hora —me dijo.

—Estoy preparado, —le contesté yo.

Y yo solito me ahorqué en ese escenario de suicidio que cuidadosamente habían organizado para mí.

Como si fuera un acto mecánico, el hombre empujó la silla con el pie y mientras yo trataba de morir lo antes posible, él se puso a limpiar el escenario de sus propias huellas, poniendo alguna que otra pista falsa aquí y allá, para apuntalar la coartada.

Supe que había muerto cuando salí de mi cuerpo y pude observarme a mí mismo colgado del techo, completamente morado y con la lengua fuera.

El hombre se acercó a mí, me midió el pulso, y al comprobar que este se había ido conmigo, salió por la puerta como había venido.

Cuando la puerta se cerró, me senté en el sitio en que él había estado y comencé a observarme: mi cuerpo giraba como un saco de patatas sobre la cuerda, suspendido en el aire.

Una gota de sangre cayó al suelo y yo me quedé mirándola ensimismado. Subí la vista, la herida de hace tres días antes se había abierto.

Un impulso muy fuerte me metió otra vez dentro de mi cuerpo. Comencé a respirar por la herida. Muy levemente. Apenas era imperceptible, y así estuve, escamoteándole el oxígeno a la atmósfera y con un hilo de consciencia, mucho tiempo. El corazón aparentemente seguía sin latir, o al menos eso era lo que dijeron los de la urgencias cuando llegaron y testificaron mi muerte.

Pude prensenciar el dolor de mis amigos y de mi familia, así como todo el trámite mortuario que conlleva el fin de un ser humano en las sociedades modernas.

Por la noche, una vez encerrado en un habitáculo de metal del tanatorio, rodeado de otros cuerpos inertes, ya pude empezar a respirar un poco mejor, aún así, el corazón, aparentemente seguía sin latir. Todo el oxígeno iba a mi cerebro, directamente, como por arte de magia.

Quién sería esa señora, no paraba de preguntarme.

Al día siguiente, fui enterrado a diez metros bajo tierra. Y yo seguía respirando. ¿Para qué? Os preguntaréis. Pues por curiosidad. Estaba vivo segundo a segundo. Y no podía pensar ni siguiera en el próximo minuto. Mi tiempo era un presente continuo.

Al tercer día, resucité. El corazón comenzó a latirme normalmente, estaba vivo de nuevo. ¿Y de qué servía? La utilidad es el mal de la sociedad capitalista. Por arte, por curiosidad, por volver a morir otra vez. Porque ahora consumía más oxígeno, y el aire de la tumba era ya putrefacto.

De nuevo, comencé a ahogarme, por segunda vez, y cuando ya estaba a las puertas de nuevo de la muerte, miré mi herida y esta se había cerrado. Ya no podía respirar por ella. Esta vez, todo había acabado. Y sin embargo, había sido la experiencia más maravillosa de toda mi vida. Y con pena y plenitud al mismo tiempo me dispuse a morir.

Cerré los ojos y una luz cegadora atravesó mis párpados. Una bocanada de aire entró en mi habitáculo. Alguien había abierto la tumba. Estaba siendo desenterrado.

Arriba la mujer del metro levantó una mano y mi cuerpo se elevó a su son, flotando por el aire.


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