En la entrada del banco, las Elizas no paran de explicar una y otra vez el funcionamiento del R-Coin:
—El R-Coin es una moneda fractal. El todo se divide en pequeños todos o toditos. El todo es el R Coin físico, hecho de oro. Los toditos son los q-coins, que son los R coin virtuales o cuánticos. Cuanto más individuos R haya, más se fragmentará el R-coin en q coins y, por tanto, más q-coins tendrán ustedes para gastar. Si hay siete millones de usuarios, entonces tiene usted siete millones de q coins para gastar, si mañana entran medio millón de personas, pues tendrá medio millón de q coins nuevos para gastar. Le conviene que entren más personas, para tener más qcoins.
Un agüita que se ha quedado escuchando pregunta:
—¿Y cuánto vale un q-coin?
—Esa no es la pregunta. El q-coin no tiene un valor en sí mismo. Lo que tiene valor es la cosa que compra o se vende, y eso dependerá del acuerdo al que lleguen las personas que lo intercambien.
—No he entendido nada, pero bueno, gracias, de todas formas, señorita.
Sigue el judío izramita con la comitiva su camino hasta llegar a la claraboya donde Adil, muy formal, les espera:
—Bienvenidos, yo mismo les guiaré hacia la fuente de las cuentas de mi banco.
Todos siguen a Adil y bajan en un ascensor transparente hacia las catacumbas del banco. Todos los palestinos israelíes llevan gafas inteligentes y toda la humanidad puede ver esto que está pasando.
El sótano está lleno de mesas con Elizas escribiendo a modo impresora en unos grandes libros de papel todos los movimientos del banco.
—¿Acaso alguien puede fiarse de los sistemas informáticos? La información virtual siempre es susceptible de ser manipulada, no pasa lo mismo con la palabra escrita en papel. Estos libros son imprimidos con la caligrafía de las Elizas, y aquí están todas las cuentas de mi banco, los créditos, los valores en bolsa, las deudas y el dinero.
Un miembro de la comitiva le pide permiso a una Eliza y se pone a leer los libros.
—¿Es esta la cantidad de dinero en metálico de su banco?
Adil mira el libro con unas gafas de mirar de cerca, a pesar de que sabemos que no las necesita, y luego dice claramente mirando a la cámara de las gafas del señor:
—Sí, correcto, afirmo que esta es la cantidad de dinero de mi banco —contesta con rotundidad siguiendo la estrategia comunicativa que le han dictado sus abogados.
—Quiero ver el dinero.
—¡Por supuesto! ¡Cómo no! ¡Faltaba más! —contesta Adil indicándoles el camino.
Los hombres y mujeres de Izram se dirigen ahora a la zona de las cajas fuertes. Una gran puerta circular, muy gruesa y llena de palancas, como las de las películas, es abierta sin mucho esfuerzo por una Eliza.
El grupo entra en la cámara. Por las gafas inteligentes, podemos ver un túnel que no parece tener fin, donde hay filas y filas de grandes palés de billetes impresos de todas las monedas del mundo.
Una mujer auditora saca un pequeño abrecartas y le pide permiso a Adil:
—Puedo, ¿verdad?
Adil asiente y ella saca un buen fajo de billetes de dólar.
Consulto mi reloj y me acerco a la caja a pagar. Tengo un reloj de oro que troqueé en Boston a cambio de unos calzoncillos de Elvis Preysler y con eso pago mi comida. El hombre quiere darme un vale para más comidas, habida cuenta del valor del reloj, pero rechazo la oferta. No voy a estar mucho tiempo aquí, le digo sonriente.
Salgo a la calle, busco un callejón estrecho y pego un salto que me pone otra vez en la muralla. De allí, recorro las aristas del número Fi de la ciudad con cierto placer y acabo asentándome en el templo, donde he venido a buscar a una de las personas más odiadas por buena parte de la humanidad en estos momentos: su santidad el Papa.