Tras la recepción del telegrama anunciando la muerte del padre de Adil, todo el poblado de Cañada Real se ha sumido en un sentido velorio que ha durado tres días. Durante este tiempo, el príncipe ha permanecido calmado, reflexivo, y sin soltar una lágrima.
Hace apenas unas horas, hemos podido escucharle compartiendo estas enigmáticas palabras con su comunidad:
—Estoy preparado para partir hacia mi nueva vida.
Vestido de traje blanco de seda, camisa negra con chorreras y descalzo por no encontrar el zapato apropiado, Adil se encamina a pie hacia el aeropuerto.
Sus suegros insisten en llevarlo en la furgoneta de la familia mientras le llenan las manos de cadenas de oro y dinero en metálico para el viaje, pero el príncipe rechaza una y otra vez la oferta. No necesito nada, dice.
Parece que Adil se siente poderoso y quiere comprobar que su legitimidad, su poderío, su fortuna innata siguen indemnes.
En estas condiciones, con lo puesto y sin una moneda en el bolsillo, Adil pretende llegar a la ciudad de Londres y asistir allí a la lectura del testamento de su padre, un evento al que solo él ha sido invitado.
Tras despedirse, el príncipe descalzo emprende su camino campo a través. Al cabo de un buen rato, sus magullados pies le llevan hacia una casa hecha de cuatro latas en medio de la nada; allí, un hombre, conmovido por ver una figura tan bien vestida sin zapatos, le ofrece su burro. No te preocupes, vuelve solo, le dice. El ánimo de Adil se engrandece y piensa ¡un burro! No está nada mal para empezar. Mi suerte sigue intacta, asegura.
Por campos del extrarradio de Madrid, el faraón entra en el aeropuerto de Barajas y se adentra en las pistas de aterrizaje.
La seguridad, que no ha tardado mucho en detectarlo, le obliga a bajar del jamelgo y lo traslada a la terminal.
Descalzo, Adil espera pacientemente en la sala de la comisaría. Un piloto de jets acaba de entrar con bastante prisa para hacer una cuestión burocrática relacionada con su pasaporte y no tarda mucho tiempo en reconocer a Adil, al que había llevado de Londres a EEUU en más de una ocasión durante su juventud.
Con mucho aspaviento y en un español muy rudimentario, el piloto de jets trata de explicarle a la policía el tremendo error que están cometiendo: no se imaginan quién es la persona que tienen aquí retenida.
Tras unos momentos de confusión, las bases de datos de la policía terminan por confirmar las palabras del piloto y, por cuestiones políticas y de protocolo, el mismo director del aeropuerto se ve en la obligación de salir de su espacioso despacho para presentar sus disculpas personalmente.
Entretanto, Bernie, pues así se llama el piloto de jets privados, permanece junto a él en todo momento, recordándole animadamente todas las veces que han volado juntos.
—¿Con quién vuelas a Londres? ¿Con Tom? —se atreve a preguntarle.
—No, pensaba pilotar yo sólo uno de ellos.
—¿Sin zapatos? Ja, ja. Ese gusanillo por volar nunca se pierde, ¿verdad? Ya quisiera yo volar por placer alguna vez, jaja —bromea Bernie.
Adil sonríe cortésmente pero, en el fondo, no le está prestando ninguna atención; sus ojos, disimuladamente, otean las pistas y buscan, de entre los presentes, el mejor jet que robar.
—Señor Bernie, ¿cuál es el motivo de su retraso?
Berni va a contestarle, pero en seguida el cliente se percata de quién es su acompañante, y, lleno de emoción, se apresura a darle su más sentido pésame.
Bernie, un tanto abrumado por no tener conocimiento del trágico suceso, le comunica a su cliente que Adil tiene la intención de volar solo:
—No, hombre, no, en las condiciones en las que usted se encuentra, cómo se le pasa a usted por la cabeza pilotar solo, qué temeridad —dice mientras le coge del brazo y le lleva con él.
De camino hacia el jet privado, el cliente de Bernie baja la mirada y se percata de que Adil va descalzo:
—¿Vas descalzo?
—Sí, no encontraba el zapato adecuado.
—Ja, ja, ja, Adil, eres único en el mundo —contesta el cliente de Berni lleno de admiración.
Volamos a Londres entre whisky de Malta y copas de exquisito champán.
—¡Por Londres, la cuna del capitalismo! —brinda Adil ante sus nuevos amigos.
—¡Olé! —dice Bernie con mucho acento inglés pero con cierta gracia.