Día 8 de trabajo. Una de la tarde, me acabo de despertar. Estoy hecho un dormilón muy pelonzete. Retomo la investigación donde la dejé ayer. Hoy tengo ya que dar algún resultado, de lo contrario, mi supervisor me va a reprender.
Aturdido por todo lo que le está pasando, Roger saca un aparato y se lo conecta al cerebro. Es un transcriptor de pensamientos, un tomanotas mental. El tipo mira por el cristal las grises nubes del cielo mientras sus pensamientos se transcriben en la pantalla de su móvil.
Gracias a este invento, Wallace ha podido salir de su depresión. El motivo: un desengaño sentimental y el asesinato de la madre del mayor invento que él haya podido crear jamás, la inteligencia artificial Eliza. Es imposible cambiar el mundo, se transcribe en su móvil. A disgusto con este pensamiento, Roger borra la transcripción del editor de texto, después pone unos minutos la mente en blanco y da comienzo a lo que él ha llamado su bitácora mental:
La vida es un juego de ilusiones. Esta es la única conclusión a la que puedo llegar después de todo lo que me ha pasado. Hace apenas unas horas, me acabo de enterar de que mis ex-compañeros de trabajo han asesinado a las cuatro personas que más odiaba yo en este mundo, una de ellas, la última, mi director de tesis. Ellos dicen que lo han hecho para agradecerle a su patrón todo lo que había hecho por ellos. El patrón soy yo. A pesar de que invertí mucho dinero en cursos de horizontalidad empresarial, ellos nunca pudieron dejar de verme como el patrón, una especie de padre salvador, un protector, al que había que presentarle respeto y mostrar agradecimiento, como los antiguos indígenas a sus dioses…
Monté el Kalifornia’s después de leer mi trabajo de tesis. No sin mucho remordimiento, vendí la patente de lo que había hecho (con Alexia), un programa de inteligencia artificial llamado La psicóloga Eliza, a la fundación Rockefeller, que era la que me había becado. Con esta jugada, perdí a una de mis mejores amigas y compañera de trabajo, Alexia Zyanya, pero con el dinero que me dieron a cambio, pude cumplir mi sueño: darle una patada en el culo a mi odioso jefe, un chupóptero de becarios precarios insaciable de prestigio académico, y montar una pequeña cooperativa dedicada al mundo del sexo virtual.
El local estaba en San Francisco y yo creía (en ese tiempo, me creía muy listo) que la economía del tercer sector, la de la sociedad civil, como lo llaman los teóricos, podía triunfar en mi país.
Pero después de que comenzaran a aparecer cadáveres en el Kalifornia’s, este sueño que se había hecho realidad, poco a poco, se fue resquebrajando.
Obviamente, la estúpida policía no paró hasta acusarme de cuádruple asesinato en primer grado. Sin embargo, no mucho tiempo después, para mi gran sorpresa y estupefación, el jurado que tenía que condenarme a la silla eléctrica me declaró no culpable y fui puesto, por el juez, en libertad sin cargos.
Las malas lenguas dicen que un iluminado vestido de alto ejecutivo que formaba parte del jurado logró convencerlos a todos de que me absolvieran.
Al final, por detalles menores que no vienen al caso, y que están relacionados con el escándalo que mi empresa suponía para los faraones (aparte, se enteraron de que me follaba a Dulcinea, que resultó ser la hija del faraón más antiguo, llamado Moctezuma), fui condenado al exilio.
Ahora, estoy en este avión, ocupando un asiento de ventanilla y hay dos huecos libres a mi derecha. Mentiría si no dijera que soy un prepotente y un antisocial. Odio a la gente, sobre todo a la que sigue las convenciones sociales sin saber por qué y, para colmo, se te echa encima como perros de presa nazis si te saltas una norma de este estúpido e ineficaz sistema de normas del que somos esclavos.
En otro tiempo, me hubiera sentido completamente tensionado por la idea de que alguien se sentara a mi lado. Sin embargo, hoy algo ha cambiado. Están pasando demasiadas cosas en mi vida.
Me echo la mano al bolsillo y saco dos cartas, y me pongo una en cada mano, en una pone pasado, en la otra futuro. La de la derecha ha sido escrita por mis antiguos empleados. De su lectura, se puede inferir que ellos habían cometido los asesinatos; y que Dulcinea, la mujer que ellos me presentaron, era, en realidad, una actriz estudiante de la Universidad del Sexo, fundada por mí, dicho sea de paso, que se hacía pasar por pobre y analfabeta cuando, en realidad, era una pija del trinque.
En cambio, en la mano izquierda, tengo la carta del futuro, la carta que me ha hecho subir a este avión. La abro y, por enésima vez, vuelvo a leerla. Es una invitación del Club de los Cisnes Negros para que me una a ellos en su próxima empresa.
Dicen estar interesados en aplicar algunas de las ideas del Kalifornia’s Dreaming a otro proyecto de mayores dimensiones. Debo estar en Madrid lo antes posible, pero no pone nada sobre adónde debo dirigirme. Espero que alguien esté esperándome en el aeropuerto.
Saco mi antifaz de tercipelo rojo de lunares blancos, un recuerdo que me compré hace tiempo en España, cuando vine a aprender español, y me quedo dormido con la esperanza de despertarme justo antes de aterrizar en la que, para mí, se ha convertido, ahora, tras lo ocurrido en Bildelberg, en la tierra de los refugiados tecnológicos, la tierra de la salvación, la corte del rey de Iberia.