Permitidme que os enseñe una cosa. Es algo muy valioso, una pieza de museo.

Es Alexia, en una parte de su discurso desconocida hasta la fecha.

Todo el público de Bildelberg recupera la atención y aguarda expectante (y un poco ofendido ya) a que Alexia se acerque a la vitrina que hay a su derecha y levante el paño negro de terciopelo que la cubre.

Esto que ven aquí es un pisapapeles hecho con el cerebro de un judío. El hombre que lo hizo fue un artesano nazi especializado en las técnicas de embalsamamiento de la época de Ramsés II. Hay gente que piensa que es una verdadera obra de arte y estarían dispuestos a pagar mucho dinero por poseerlo.

Algunos se ríen, se sienten fascinados con el objeto de culto y buscan por el móvil si hay a la venta otro ejemplar de las mismas características.

Si analizamos los informes de las empresas nazis que se ocupaban de la exterminación, algunas de las cuales todavía hoy desarrollan actividades económicas, podemos ver claramente el modo en que objetivaban el lenguaje, despojándolo de su significado emocional, usando tecnicismos y narrando el proceso de exterminio de forma metódica, disciplinada y eficiente, como si fueran científicos describiendo el proceso de síntesis de una vacuna.

Muchas inteligencias notables se usaron en este tiempo para optimizar el proceso de aniquilación. Mentes de animales programadas que funcionaban como robots, personas que antes, igual que ahora, se decían así mismas “estoy obedeciendo órdenes”, “de algo hay que vivir”, “si es legal, es moral”, “si no lo hago yo, cualquier otro lo hará”… argumentos para acallar la voz de su conciencia y poder así recibir el dinero manchado de sangre, convencidos de que se lo merecían, satisfechos por el trabajo bien hecho. Señoras y señores, os presento a La Banalidad del Mal.

Termina Alexia esta parte de su discurso levantando el cerebro disecado hacia el cielo y dejándolo caer. Tras un ruido estremecedor, la escultura se hace añicos, y un silencio sordo invade toda la sala.

Algunos altos dignatarios de la reunión, esbozan una sonrisa de compromiso al mismo tiempo que, subconscientemente, han dado un paso hacia atrás. La seguridad del evento ha percibido estos movimientos y los guardias se tocan el pinganillo de la oreja esperando nuevas indicaciones.

Deshumanización del trabajo, neutralización de su dimensión moral y autoritarismo ejercido mediante el dinero son los bastiones nazistas que sostienen este sistema. Pilares necesarios para legitimar moralmente la manipulación del prójimo como actividad social y económica. ¿Quién se atreve a llamar a esto evolución?

Alexia abre el pequeño bolso que cuelga de su hombro izquierdo y saca de él una especie de fino cinturón de bolas unido a un móvil.

Nada más ver este nuevo movimiento, el jefe de seguridad se ha puesto en alerta.

Hacía tan solo unos minutos que la premio Nobel había pasado por su lado cuando iba de camino al escenario, y su instinto de sabueso le había hecho desconfiar de ella. No llevaba perfume, no olía a nada.

Ahora, su presentimiento de alarma acababa de cobrar sentido. Con las antenas en luz anaranjada, las palabras de Alexia llegan a sus oídos, bajan por su esófago y le contraen el estómago, sabe que algo va a pasar.

Las pantallas del aeropuerto se ponen en negro y, en cuestión de segundos, todo vuelve a la normalidad.

El avión de Roger tarda en llegar y me impaciento porque estoy echando aquí el día sin ningún éxito.

Consulto, pues, las runas y me dicen que Roger no va en este avión. Hackeo el ordenador de mi colega que tiene un encriptado de nivel 10, todo un juego de niños para mí, y me entero de que, como no podía ser de otra forma, las runas tenían razón y de que Roger viene de tapadillo en un avión de vuelo regular de California con destino a Madrid, el cual, no se sabe muy bien por qué, ha hecho escala en el Sur de Francia.

Miro el reloj y decido dejar esta tarea para mañana y volver a Bildelberg, a ver si localizo a alguno de los invisibles que vi en Rennes de Chateau.


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