Es una bonita tarde de domingo aunque lluviosa. En este lugar del mundo, el clima no se casa con nadie, ni siquiera con una espectacular ceremonia de apertura de juegos olímpicos.

Arriba en el palco, las principales autoridades del evento celebran el comienzo del desfile de todos los países por riguroso orden alfabético.

En una grada cualquiera, un hombre con un pinganillo en una oreja levanta los ojos hacia la zona vip de espectadores, tratando de localizar con orgullo la voz de uno de sus queridos amos.

Nexo, dice una de esas voces, ha sido una ceremonia muy bonita, nuestros símbolos de poder han brillado con holgura a la vista de todos, aunque nadie los haya visto realmente.

Otro faraón, Napoleón Bonaparte, continúa las felicitaciones: esta vez sí, aplaudo tu sensibilidad, tu frescura, tus travesuras también.

La voz de Carlos V se sobrepone a las demás, mandándoles callar. El equipo británico, el anfitrión de los juegos, va a hacer su entrada y todos le hacen caso porque ninguno se la quiere perder.

Por el foso central, desemboca al estadio un grupo de personas vestidas con trajes de oro. Adil va a la cabeza; porta una gran bandera británica virtual, con un pequeño símbolo en la esquina en forma de pirámide invertida con un tercer ojo en el centro. El mundo aclama la salida de Adil, todos se levantan y comienzan a tirar dinero al estadio. Nexo descruza las piernas y se incorpora atónito.

Por el pinganillo, los faraones han comenzado a gritar, a pedir ayuda a Nexo, a suplicar al mundo que les dejen salir, golpean la vitrina desesperadamente, como si hubiera fuego dentro del mirador.

Nexo levanta los brazos y grita: ¡Adil, traidooooor!, y todo el escenario se queda vacío de gente; él comienza a flotar en este maremágnum de vacío y, nadando fieramente, logra llegar hasta los faraones.

Pero a cada intento de tocar el cristal, este se aleja, haciéndose cada vez más y más pequeño. Flotando en el espacio vacío, Nexo descubre que la vitrina es, en realidad, la pantalla de un gigantesco ordenador donde los faraones están atrapados.

Como en el cuento de las habichuelas mágicas, de él comienzan a crecer hacia arriba muchos cables que se extienden de forma retorcida, hasta el cielo infinito.

Impotente, lleno de rabia, Nexo grita y grita, Adiiiil pagarás por esto.

—Vamos, vamos, mi amol, ven acá, despierta y deja ya ese mundo, que te va a volver loco. Olvida el pasado, y quédate aquí conmigo feliz por siempre, comiendo perdices, hasta el final de nuestros días.

Nexo mira como si estuviera loco a un hombre de cejas depiladas, con manicura y pintado de ojos y labios, que le acaricia los pezones, antes de agachar la cabeza para hacerle una felación. Con un gesto rápido y seco, Nexo le aparta y dice en alto:

—Tengo que vengarme.

—¿De quién? —pregunta su amante.

—¿Hiciste lo que te mandé?

—Sí, —contesta él—, están al cael, mi amol.

Nexo llama al guardia sacudiendo una taza de hojalata para el café en las rejas. Como si este pudiera leerle el pensamiento, le trae en una bandeja un antiguo teléfono de color rojo. Al cabo de unos minutos, desde el otro lado, se escucha:

—¿Nexo? ¿Eres tú?

—Sí, señor, soy yo.

—Adil está en poder de todas las reliquias. Y, créeme, que nos ha hecho una buena demostración de ello. Ahora sabemos que él organizó toda la gran hazaña, que los cisnes solamente son instrumentos a su servicio. Es el hombre más poderoso de la tierra.

—Solo yo puedo pararle, señor. Sáqueme de aquí y le juro por mi señor Moctezuma que en gloria esté que no le defraudaré. Mataré a Adil con mis propias manos si es necesario, señor, y usted heredará todas las reliquias, incluso el libro, me consta que mi señor tenía la única copia completa, yo mismo se lo arrebaté de las manos a Otto Rank en el Perito Moreno, después de que muriera congelado.

—Todo a su tiempo, Nexo. Todo a su tiempo.


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