Día dos de febrero del 2212 antes de la abolición del dinero y del cambio de calendario.
Estoy en Victoria Park, dando vueltas de un lado para otro buscando la zona de los locos de los parques; según me han contado, más allá del lago, hay una arboleda en la que los locos, subidos a una especie de banquitos chiquitos, suelen soltar discursos estrambóticos, apocalípticos o de todos los colores ideológicos.
Sin embargo, llevo ya aquí dos horas en la arboleda y ésta, contra todo pronóstico, se encuentra enormemente desierta. Eso sí, una buena caravana de lecheras policiales cercan la zona asustando a cualquiera que se atreva a celebrar la fiesta R, prohibida por las autoridades de todo el mundo bajo multas astronómicas para el ciudadano en el caso de que decida hoy y en los días subsiguientes desobedecer las ordenanzas municipales que ilegalizan cualquier tipo de celebración en la vía pública.
Como podéis ver, la tensión social en el ambiente se puede cortar con un cuchillo, y no es para menos. En una maniobra mil y una veces repetida, los semifaraones se disponen a hacer caja, reclamando a todos los estados en general y a cada ciudadano en particular, la deuda que han contraído con ellos, una deuda que es a todas luces impagable, y mucho más tras el Gran Crack de la bolsa en China, que ha paralizado por completo la economía mundial.
Miles de personas se disponen a abandonar, una vez más, sus pertenencias que son embargadas por los bancos que, una vez más también, como si estuviéramos viviendo en un día de la marmota eterno, hacen circular por televisión la idea de que la culpa la tiene la gente, por su escasa formación financiera, por su ignorancia a la hora de ganar el dinero, por pedir créditos a lo loco, por vivir por encima de sus posibilidades.
Escucho por mi radio móvil, como digo, una y otra vez estos manidos discursos y experimento un asco tan grande que el estómago se me revuelve y tengo que pararme en un árbol a devolver. Un policía me mira y entre naúsea y naúsea le digo que, aunque lo parezca, le juro que no estoy celebrando nada.
Con cara de mala hostia, como si le incomodara someramente por el hecho de estar allí, me vuelve el gesto, atraído por una pequeña figura de colores que se viene acercando allá por el horizonte del parque en dirección hacia la arboleda.
El que viene es un hombre muy diminuto, muy poquita cosa, un hobbit contemporáneo, de apenas metro y medio y cincuenta y cinco quilogramos de peso. Poca, apenas inexistente, masa muscular, pelo fornido, negro, nariz un tanto ganchuda, cuencas de los ojos hundidas, haciéndole muy ojeroso y ojos avellanados, de color negro.
Viene el señor disfrazado nada más ni nada menos que de Súperman. Yo, que estoy que no puedo con la risa, he tenido que grabarlo y subirlo a Populus diciendo: sí, señor, ole sus cojones.
En seguida, como tengo mucha audiencia ya que hackeo la red a volonté, la peña ha ido admirando a esta piltrafilla de hombre que con su blanco y sucio banquito se ha subido en medio de la plazita arbolada del Victoria Park y su dispone a hablar rodeado de decenas y decenas de policías.
Al rodear al sospechoso, da la sensación de que los policías estuvieran asistiendo a una asamblea, y toda la vida se les va en impedir que nadie le mire, que nadie le escuche, que nadie pueda grabar lo que el hobbit súperman está diciendo en estos momentos.
Junto con otros más, me subo a un árbol y empiezo a grabar. Abajo, me espera un policía que sacude el árbol y me tira pelotas de goma para que baje y reciba la multa que ya me ha puesto, aunque ni siquiera sabe cómo me llamo.
—Una dictadura perfecta tendría la apariencia de una democracia, pero sería básicamente una prisión sin muros en la que los presos ni siquiera soñarían con escapar. Sería esencialmente un sistema de esclavitud en el que, gracias al consumo y al entretenimiento, los esclavos amarían su servidumbre. Aldo Huxley, de su obra…
A esta versión de SúperMan, apenas le han dejado terminar la cita. Todo el corro al unísono se ha ido cerrando hasta tapar al hombre y sus palabras. Luego, uno de ellos lo ha detenido por instigar al ciudadano a la desobediencia civil y con aire fresco se lo han llevado en un furgón y santas pascuas. Uno de los policías ha mirado para arriba, hacia la copa de los árboles, en los que andábamos nosotros subidos y nos ha gritado:
—¡O se acaba la fiesta o llamo a la policía!
El resto de agentes de la ley ha estallado en una gran carcajada, mientras nosotros bajábamos y le entregábamos como perros cobardes que somos nuestros móviles y cámaras de fotos a uno de ellos para que no nos hicieran nada y pudiéramos seguir adelante con nuestras vidas.