No tardan mucho los invitados en reunirse de nuevo en la sala de espera del Palacio. Algunos muy contentos, otros más escandalizados con las notorias novedades que apenas han alcanzado a ver durante su visita por la nueva ciudad del vaticano.
El grupo está bien entrado en una acalorada discusión cuando es interrumpido por el ruido de una enorme puerta que, a duras penas, y de forma pesada, se está abriendo al fondo de la sala. Por el hueco que ha dejado, se cuela un hombre regordete, recién duchado, con una camisa a cuadros y unos pantalones marrón clarito de tergal. En la mano, lleva un sombrero de paja que invita a pensar que la charla va a tener lugar en los jardines vaticanos.
Ninguno de ellos ignora el motivo de la audiencia papal. Pedro los ha llamado con urgencia para exponerles lo que toda la jerarquía eclesiástica sabía que tarde o temprano iba a llegar, el asunto de la pederastia y el oscuro origen del dinero de la iglesia católica.
Ya en los jardines, sin ambajes ni protocolos, Piero Passoli toma la palabra y todos, cerca ya de la Casa del Jardinero, se paran a escucharle:
—Señores, ¡esto clama el cielo! Que nosotros, los paladines de la fe, seamos precisamente los que defendamos delante de mil millones de católicos estos actos delictivos no tiene nombre, ¡clama al cielo, señores! Esta es una conducta que va a terminar a partir de ahora. Quiero nombres y apellidos de aquellos que sabéis que realizaron y/o realizan estos actos delictivos; es hora de comenzar con las denuncias y estas serán tramitadas desde nuestra orden sacerdotal, desde vuestras propias diócesis.
Después de un silencio, uno de los curas allí presentes le advierte de las consecuencias de sus actos:
—Excelencia, —le dice— usted ha insistido en que hay que empezar por limpiar nuestra casa si queremos una nueva iglesia, pero no ha considerado cuántos cubos de basura hay que tirar, quizás más de los que usted se imagina. Los datos del informe final del estado de la pederastia de la iglesia son muy condescendientes; las investigaciones realizadas desde universidades y otras organizaciones externas duplican las cifras. Es casi mejor hacer una amnistía, no podemos echar a los impuros, hay tantas personas en esta institución que tienen o han tenido relaciones sexuales con niños que si los echáramos a todos realmente nos quedaríamos solo unos cuantos.
Después de una breve controversia, el Papa está determinado. Poco a poco, los llamados se van convenciendo de que esa maniobra es buena, pero el Papa no se detiene allí, y esto es solo el principio, les dice.
—Eminencia, ¿qué es lo que pretende realmente?
—Nosotros ya no vamos a tener que aparentar ser buenos porque lo vamos a ser. Este es nuestro lema. Si alguien quiere tener el dinero en el paraíso será porque se lo habrá ganado con el sudor de su frente.
—¿Vas a desterrar al infierno la mayoría de nuestro capital?
—Así sea, el tiempo de las apariencias ha finalizado.
Tras unos minutos más de conversación, algunos de los invitados se marchan y otros se quedan a la espera de hablar en privado con Piero.
—Santidad, algunas denuncias tendrán que partir de usted.
—Siempre que se tengan pruebas inequívocas, claro.
El móvil del Papa suena.
—¿Me disculpa? —dice su eminencia.
El Papa se pone las gafas de ver de cerca y lee:
—¿Más de trescientos testimonios le parece una prueba suficiente? Consulte los archivos de mi predecesor, lleva mucho tiempo ocultándolos.
Después, el padre Dongo, el que antes había estado enganchado al chat de la Nueva Iglesia, se le acerca, y, sin mucha ceremonia, apunta:
—Debería mirar las cuentas privadas, eminencia.
—¿Por? —contesta el Papa extrañado.
—Quizás, nuestra iglesia, tal vez no se dedique únicamente a atesorar.
Transcurren así un par de horas que han incluido un frugal almuerzo en el parque compuesto de pan, agua, queso y frutas secas.
—Yo la llamo la dieta de Don Quijote y Sancho —dice el papa mientras come.
Tumbado en la hierba y mirando las nubes, el Papa divaga sobre la divinidad y el amor con sus compañeros, que se sienten muy felices de compartir este momento de intimidad y comunión con el papa.
De pronto, el pontífice siente que alquien se acerca y le tapa los ojos con las manos, como jugando al juego de ¿quién soy?
Piero sonríe y dice:
—Querido Michel Angelo, tus manos son inconfundibles, la paz, el amor que transmiten me están calentando ahora este corazón viejo y tierno, que tiene tanto que dar como temer.
—No hay nada que temer, porque lo que es es.
Pedro el Romano se despide de sus nuevos amigos y comienza a pasear con Miguel Ángel por los jardines.
—Pero ¿cómo es que nadie ha anunciado tu llegada?
—Están todos muy pendientes de radio Vaticano; desde allí, se están difundiendo todos los secretos de la Iglesia.
—El corazón bueno no tiene nada que esconder. Pronto, todo será abierto, transparente, público, tanto que no despertará el interés de nadie, y la gente se centrará en sus propios asuntos de una vez por todas. Michel Angelo, ven a mis brazos otra vez, muchacho, te hacía en la India.
—Todo está preparado para el gran evento allí.
—Querido amigo, te seré breve, puesto que no dispongo de mucho tiempo. Altas obligaciones nos aguardan. Hay mucho por hacer. No puedo esconder mi angustia. Soy un cobarde y tengo miedo por mi propia vida.
—No temas, el futuro está de nuestro lado.
—No creo que seas consciente de todas las dificultades que vamos a tener. No puede sostenerse una iglesia sin dinero en un mundo con dinero.
—No es por los sentidos que adivinamos el camino, es la fe la que nos lo alumbra. Cuando desaparezca el oro, aflorará el verdadero valor. No dudes de nuestra seguridad, de todas formas, haré venir a los ángeles de la guarda.
—Está bien, mañana Adil tendrá todo el oro de la iglesia.
—Amén. Y ahora, vayamos a asuntos más mundanos.
Miguel Ángel saca de su cartera el billete de la imprenta del banco de Adil.
—¿Qué me enseñas?
—Este es un billete muy extraño. Intuyo que encierra un gran secreto, tengo que averiguar la historia de este billete.
—No tengo ni idea, pero vayamos por aquí, tengo entendido que mi archivero personal es un especialista en numismática; el padre Francesco está ahora muy concentrado estudiando el manuscrito Voynich pero, a lo mejor, él puede decirnos algo. Vamos por aquí, esto está lleno de atajos. Además, así burlamos al cuerpo de seguridad, no me fío de él, estoy un poco paranoico, por eso no quiero que nadie me vigile.