Piero Passoli está entrando en estos momentos por la puerta de urgencias de la clínica. El siguiente escalón de la jerarquía eclesiástica le espera para informarle de los últimos acontecimientos:

—Miguel Ángel acaba de entrar a la habitación de su santidad, este había pedido verle antes de morir.

En la habitación, el máximo pontífice se encuentra agarrando con débiles fuerzas las dos manos del mesías. Este le corresponde, sintiendo una gran compasión por él.

—Yo no soy malo —le dice el Papa—, tan sólo soy un cobarde. No soy más que un hombre. Y, como todo hombre, voy a morir.

Le aprieta más las manos. Miguel Ángel no pestañea, no aparta su penetrante mirada de los cansados ojos del Papa.

—No es un secreto que las preferencias para mi sucesión recaen en el bueno de Pietro. Sus opositores han muerto en su mayoría, murieron junto a mí. Es un hecho que Pietro será el siguiente Papa. Pedro, el romano… —ríe imperceptiblemente— el último Papa. El buen Pietro me dijo una vez que el objetivo de cualquier religión debía ser la eliminación de su necesidad, y estoy seguro de que él lo va a conseguir —de nuevo parece que ríe—. El bien por el bien, sin necesidad de recompensa o castigo. El hombre por el hombre. Lo mejor de ti para todos, lo mejor de todos para ti. Sin dogmas, sin jerarquías, sin imposiciones. El triunfo de la paloma, el triunfo del espíritu. Prométeme, Ángelo, ¿lo vas a hacer? ¿Crearás el paraíso en la tierra?

—La edad de Oro se acerca, puedes ir en paz.

Una sonrisa y el último aliento: el Papa ha muerto.


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