A la mañana siguiente, Alonso Quijano despertó tarde, puesto que se había quedado toda la noche leyendo y fantaseando, y cuando se levantó de la cama, tuvo la sensación de no haber dormido, o mejor dicho, de haber estado toda la noche soñando despierto y de tener el pensamiento metido en una nube y, la verdad, no tenía claro, en realidad, si estaba dormido o si estaba despierto, o si aún estaba soñando o estaba en otra realidad, en otro tiempo, en otro espacio.

Al bajar las escaleras de su casona, la mujer con la que compartía la vida, y que trabajaba en la casa, ya había tenido la bondad de prepararle el desayuno. Alonso le agradeció el detalle apretándole el hombro, en señal de cariño.

—Y, dígame, señor, ¿qué tiene usted pensado hacer hoy?

Como si no fuera él el que hablara, sino un yo interno cuya voz incluso tenía dos tonos más graves que su voz habitual contestó:

—Buscar un castillo.

—¿Y eso?

—Para que un rey me arme caballero.

Y dejándose el desayuno a medias, y con la leche rebosándole las comisuras de los labios, y alguna que otra miga de pan colgando de la barba, se levantó como si estuviera poseído por una fuerza extraña, ajena a él, un espíritu diabólico, o un ángel endemoniado, y derecho, derechito, se fue a la parte trasera de la casa, a la cuadra, que así es como llamaban antiguamente al sitio en el que se guardaba a los animales. Y fue entonces cuando lo vio, y como diría mi amigo Shakespeare, que morirá el mismo día que yo, eso fue a love at first sight.


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