Año 2012.
Aquellos discos, que eran de una inmensidad tal que superaban la lógica de lo imaginable, aparecieron equidistantes circundando el globo terráqueo en su totalidad. El número de naves espaciales que iba apareciendo era tan abrumador que no existía rincón del planeta desde el que no se vislumbrara alguna de ellas.
Como era de suponer, el pánico se apoderó de los habitantes del planeta. En el mundo occidental, las cadenas emitían un interminable informativo donde filósofos, científicos, esotéricos, religiosos, metafísicos, políticos, militares y contertulios expresaban sus opiniones al respecto.
La versión extraoficial que fue cuajando en el subconsciente colectivo era una mezcla de fantasías religiosas con mitos y leyendas desfigurados, a saber: la confirmación de las fatídicas profecías de Nostradamus, el asunto del final del calendario maya, el Armagedón del Apocalipsis bíblico, la era de Acuario, la última revelación… Al fin, iba a producirse lo que estaba en boca y en mente de todos: “Esto no puede seguir así y, algún día, esto reventará por algún lado”. Se esperaba un cambio, el final del sistema de desigualdades conocido.
La versión oficial era que, ante la colocación estratégica de las naves, que hacía prever un inminente ataque, una operación militar preventiva era un medio legítimo ante una amenaza incierta y que, si de una gran invasión a gran escala se tratara, estarían actuando de la manera más responsable posible.
La ONU, por descontado, ni en esta ocasión consiguió una postura unánime.
Tampoco hizo falta. En poco tiempo, y sin que se pusieran de acuerdo, las ojivas nucleares de China, Rusia, EEUU, Europa, Pakistán, Israel, la India y Corea del Norte fueron recalibradas para apuntar a la amenaza exterior.
Un simple gesto de cambio en la apariencia de las naves siderales bastó para que una oleada interminable de explosiones atómicas barriera el espacio circundante. Y eso fue, exactamente, lo que consiguieron; barrer el polvo espacial, porque la amenaza siguió inmune e imperturbable con la ceremoniosa operación de abrir los enormes círculos centrales de su superficie.
Tras un chasquido tremendo, de los círculos brotaron unos rayos que se desparramaron por toda la geografía terrestre. Mientras la humanidad se agachaba tapándose inútilmente la cabeza con las manos.
Inútilmente, digo, porque los rayos eran de luz y de una luz tan intensa que volvía todo del color que recibía. Cuando terminaron con esta operación, los haces de luz tomaban regiones enteras de brillantes rojos, azules, verdes y amarillos, alternándose a un ritmo cada vez más frenético.
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Cuentos para que el mundo no se acabe.