Bitácora de un conspiranoide hipocondríaco de coronavirus, Capítulo de obra

El alma de doble filo (50)

Ahora se ha puesto de moda esto de que los guardas de la seguridad privada de los trenes lleven perros entrenados para detectar el Covid-19.

Los obreritos precarios que van a trabajar a la obra, o al restaurante, o a las residencias, o a limpiar la mierda que los demás ensuciamos, se cagan en los pantalones cuando ven ladrar a un perro.

Las gotas frías y gordas de sudor comienzan a correr frente abajo hasta ser absorbidas por las mascarillas.

Nadie se mueve para no parecer aún más sospechoso, y hasta los no creyentes convocan al universo para que el perro no les huela, y no les ladre, y no quieren ni pensar en imaginarse escuchar al agente de seguridad privado decir:

—Señor/señora, levántese por favor, debemos proceder a un análisis de temperatura.

El otro día le pasó eso a un pobre inmigrante que encima no sabía mucho español y estaba enfrente de mí sentado, y yo, que soy un bocas, comencé a decirle al agente que me hiciera a mí la prueba, que me había levantado un poco raruno.

–Permanezca en su sitio y en silencio, por favor, hasta nueva orden.

Fue todo muy desagradable.

El termómetro de infrarrojos no tuvo que dar ninguna buena noticia, porque cuando el tren se paró, los tres se bajaron, y los que estábamos dentro, callados, seguimos mirando nuestros móviles, como si nada hubiera pasado.

A algunos se les oía decir:

–Es que… lo que no puede ser es que la gente vaya infectada al trabajo, que nos afecta a todos, es una irresponsabilidad. Las normas son las normas.

Yo me puse un poco bastorro y contesté:

—En las normas, me cago yo.

Hice una operación sintáctica de desplazamiento, cambiando la estructura de la información, para que no sonara tan vulgar.

Algunos me miraron y volvieron a bajar la mirada hacia sus móviles.

He buscado en internet y no sale nada de adónde llevan a las personas que los guardas de seguridad hacen bajar del tren.

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