Ahora se ha puesto de moda esto de que los guardas de la seguridad privada de los trenes lleven perros entrenados para detectar el Covid-19.
Los obreritos precarios que van a trabajar a la obra, o al restaurante, o a las residencias, o a limpiar la mierda que los demás ensuciamos, se cagan en los pantalones cuando ven ladrar a un perro.
Las gotas frías y gordas de sudor comienzan a correr frente abajo hasta ser absorbidas por las mascarillas.
Nadie se mueve para no parecer aún más sospechoso, y hasta los no creyentes convocan al universo para que el perro no les huela, y no les ladre, y no quieren ni pensar en imaginarse escuchar al agente de seguridad privado decir:
—Señor/señora, levántese por favor, debemos proceder a un análisis de temperatura.
El otro día le pasó eso a un pobre inmigrante que encima no sabía mucho español y estaba enfrente de mí sentado, y yo, que soy un bocas, comencé a decirle al agente que me hiciera a mí la prueba, que me había levantado un poco raruno.
–Permanezca en su sitio y en silencio, por favor, hasta nueva orden.
Fue todo muy desagradable.
El termómetro de infrarrojos no tuvo que dar ninguna buena noticia, porque cuando el tren se paró, los tres se bajaron, y los que estábamos dentro, callados, seguimos mirando nuestros móviles, como si nada hubiera pasado.
A algunos se les oía decir:
–Es que… lo que no puede ser es que la gente vaya infectada al trabajo, que nos afecta a todos, es una irresponsabilidad. Las normas son las normas.
Yo me puse un poco bastorro y contesté:
—En las normas, me cago yo.
Hice una operación sintáctica de desplazamiento, cambiando la estructura de la información, para que no sonara tan vulgar.
Algunos me miraron y volvieron a bajar la mirada hacia sus móviles.
He buscado en internet y no sale nada de adónde llevan a las personas que los guardas de seguridad hacen bajar del tren.