Mi jefa, la pobrerita súperdotada (la llamamos así en mis dos familias), ha mandado a todos los hombres de su empresa a un taller de feminismo.
Estoy perdiendo facultades y en lugar de poner cara de póker, he resoplado. Y ella, que me tiene calado, que sabe que soy un pijazo que pasó a ser burguesito intelectual de izquierdas, y que ahora vive en su barrio Vallecas, para hacerse el guay, porque tiene una novia de Vallecas, me ha mirado arqueando las cejas, en signo de interrogación y me ha dicho de forma muy prepotente:
—¿Y bien?
–Bien.
Repito como un subnormal, en un juego de inteligencia verbal, de despiste de a ver quién engaña a quién, cuando los dos nos tenemos más que calados.
—Ya, ya —contesta ella.
Y se va.