Mi amigo Azrael, que también está de lo mío pero diez mil veces peor que yo, está convencido de que la economía se va a hundir, y que el dinero, tal y como lo conocemos, va a perder su valor; y, tomando ejemplo de los sirios burgueses que emprendieron el viaje a Europa, ha decidido cambiar su dinero en oro, y se pasa los días de confinamiento metido en las plataformas online de compra oro, las cuales, según me comenta, están colapsadas.
Por mi parte, yo he puesto mi granito de arena sugiriéndole que comprara lingotes de oro, y lo he hecho porque sé de buena tinta que todos los paletos que por H o por B viajan al mundo árabe rico, esto es Catar y demás pesca, se vuelven siempre con un lingote de joyería de centro comercial de lujo.
Sin embargo, tiempo le ha faltado a mi amigo para replicarme que lingotes, no, que pesan mucho en el caso de que haya que salir del país.
–Pero, ¿a dónde vas a ir? –Le digo–, si pronto todo el globo estará igual (le he dicho esto aunque en el fondo sé que África es la gran incógnita a despejar aún).
–Monedas, busco monedas, –me ha zanjado un poco borde.
La verdad es que si lo aguanto es porque, en el fondo sé que los dos somos iguales, y que si él es prepotente y soberbio, es porque ha visto, sin duda, la prepotencia y la soberbia reflejada en mí, y así los dos nos vamos retroalimentando en un toma y daca narcisista total.
–¡Coño! – Le digo yo, (no suelo usar palabrotas, pero es que a veces uso interjecciones del habla popular que normalmente la gente usa porque así aparento ser más normal) –pues, ya puestos, –continúo–, si las monedas son más fáciles de transportar, coño, –(vuelvo a repetir, aunque en realidad, ya soy consciente de que es un poco forzado) –, pues para eso te pones los dientes, y chisdando.
Y, entonces, a él le entra la risa nerviosa solamente de evaluar la idea de tener que arrancarse de cuajo todos sus dientes de calcio para sustituirlos por unos de oro, del oro del coronavirus, del oro en el que se refugian todos sus miedos de caer en la pobreza, en la falta de dinero, y ser un apestado, como nunca lo quiso y como nunca lo fue, y, según me cuenta a continuación, muy circunspecto, sueña con que rebusca en la basura, porque —me dice por teléfono porque el internet está petado— a cualquiera le puede pasar; en cualquier momento, todos podemos estar abriendo una bandeja de plástico de comida caducada que otro ha tirado a la basura para que TÚ, SÍ, PARA QUE TÚ luego te la comas, y mueras infectado por las bacterias de la comida caducada, y adiós a MI vídeo-consola, adiós a MI sofá, adiós a internet, y de la noche a la mañana, ¿hello? soy un vagabundo y huelo mal, y la gente se aparta de mí cuando entro en el metro y y y…
Como veo que ha entrado en barrena, le corto con una milonga del último videojuego de la NBA al que jugamos de vez en cuando online. Su pensamiento hace un break, recorta, y tuerce la esquina de forma brusca, y comienza a transitar por la red neuronal que yo le he sugerido. Entre tanto, la otra red sigue vivita y coleando, pero ya no le llega la luz, y late por sí misma, como un corazón, corazón de hipocondríaco conspiranoide, y solo bastará una nueva chispa para que, de nuevo, se ilumine en todo su esplendor.