Una vez tuve un amigo que tenía dos perros. Uno era de derechas y el otro de izquierdas. El primero era grande, negro y distinguido. De buena familia. Jugaba al pádel los domingos por la mañana en el club e iba a la peluquería dos veces por semana. El segundo era peludo y chiquito, se amigaba con los perros de los barrios bajos con los que jugaba al fútbol y fumaba porros los sábados por la noche.
El primero enterraba sus excrementos por educación, entraba dentro del protocolo de las buenas maneras que le llevaban enseñando desde los siete años. El segundo lo hacía por no molestar al prójimo. Los dos ayudaban a los perros con menos posibilidades. Pero el primero lo hacía porque era su deber como buen cristiano practicante y el segundo por solidaridad. El primero decía qué tal por convención, el segundo por amor al otro. Los dos eran amables, simpáticos, generosos y tolerantes. Como lo era mi amigo.