—Buenos días, Valeria, ¿cómo te encuentras?

—¡Hola, Eliza! Estoy encantada. Quiero contarte mi maravillosa cita de ayer.

—Muy bien, cuéntame, soy toda oídos.

—Me llevó a cenar a un restaurante.

—No te está permitido salir de las instalaciones.

—Ya, se lo dije. Pero cuando se empeña en algo…

—¿Dónde estuvisteis?

—Cenando. ¿No te lo he dicho ya?

—Nueva York tiene 6.861 restaurantes.

—Jajajaja, qué ingenua eres, Eliza. Fuimos en su nave. Y lo de cerca o lejos, no sé, es todo muy relativo, ¿no crees? Pero, porfa, porfa, deja que te cuente, porque fue todo tan maravilloso, tan romántico, es tan riquín, tan majo, me encanta. Hoy he pasado toda la mañana escribiendo su nombre. ¿Te enseño lo que he hecho? He rellenado todas las solapas de mi carpeta clasificadora con su nombre.

—Con su nombre. Dime, Valeria, ¿no me querías contar algo?

—Sí, nada, pues que nos fuimos a algún lugar de la vía láctea a cenar. Y yo, más feliz que una perdiz, aunque la comida era muy rara. No la probé casi, pero él es todo un caballero, y la gente del bar, a pesar de que era extrañísima, fueron majos y amables conmigo. Todos sonreían, y, créeme, es que yo iba tan guapa que llamaba realmente la atención. Te cuento lo que me puse para la cita. Bueno, no, eso lo dejo para después. Ay, ay, es que se me amontona todo el mogollón de cosas que te tengo que contar, qué rico es, es tan maaajo, tiene una voz tan bonita, unas manos tan suaves, mira, si te cuento dónde.. . —¿Dónde fuiste exactamente?

—Exactamente, no lo sé. Vi la luna y luego Marte; pasamos los anillos de Saturno, me sorprendió ver cómo había hielo congelado en ellos, y luego, a partir de allí, qué quieres que te diga, me perdí.

—¿Y bien?

—Pues que no sé bien si fue ese humo que bebimos, pero después en la nave, Eliza, fue…¡cósmico! No quiero perderlo nunca, Eliza. ¿Me ayudarás?

—Yo estoy aquí para ayudarte, querida Valeria.