—Dime padre, ¿porqué tiene esta piramide pasillos internos?
—¡Ja, ja! Pequeño Tut, cabes por ellos sin agacharte.
—¿Quien hizo esto, padre?
—Dicen que fueron nuestros ancestros.
—¿Y el faraón de todo el Egipto no lo cree también?
—No, no… Ahora sabemos ¿verdad? —se dirigía no a su hijo sino a los dos
sacerdotes Levitas que les acompañaban —que lo hicieron los ancestros de tus ancestros: los dioses.
Llegaron a la cámara del rey. A un lado de la cámara se veía lo que en
apariencia parecía un sarcófago. En su interior, un arca de madera de
acacia forrada en oro. Los sacerdotes levitas se apresuraron a colocar
sendas barras de oro en las argollas destinadas para su uso a cada lado
del cofre. De esta manera el Arca de la Alianza emergió de su
habitáculo de piedra.
No sin dificultad, la comitiva salió al exterior. Una muchedumbre les
esperaba en la explanada de la gran pirámide. Entre vítores y gritos de
Larga vida a Akenatón, faraón de todo el Egipto asió a su pequeño
hijo por los hombros y le dijo con gravedad:
—El arca se moverá y no les va a gustar a los sacerdotes del templo del León. Te dejo aquí con tu madre para que proteJas nuestro buen nombre. Recuerda, hijo, nunca cambies tu nombre de Tutankatón por Tutankamón.